El año 1665 es el hito que marca la postración definitiva del Imperio de los Habsburgo hispánicos. En aquel año, con poca diferencia de tiempo, murieron el rey Felipe IV –el último monarca Habsburgo capaz de engendrar herederos- y el Inquisidor general Diego de Arce –que había consagrado su existencia a la persecución de la corrupción. Los Habsburgo eran el cimiento sobre el que se había construido el edificio imperial. El fin de la dinastía representaba mucho más que un simple cambio de inquilino en el trono. Maquiavelo y la razón de Estado habían triunfado. Y el Rey –y la dinastía que es lo mismo que decir la familia- se habían convertido en la representación personificada del Estado. El Rey –y la dinastía- eran la marca del Estado. Y la corrupción -que Arce persiguió hasta la extenuación- se había convertido en una lacra con categoría de institución social. Que había gangrenado los cimientos, las vigas y el tejado del edificio imperial.

El único heredero del rey muerto, que más tarde sería coronado Carlos II, desde pequeño no había dado muestras de nada. Ni siquiera de hablar correctamente, escribir en línea recta o contar más allá de lo que lo permiten los dedos. Sufría un saco de enfermedades, fruto del abuso de matrimonios parentales que habían celebrado sus antepasados. La más destacada era lo que, contemporáneamente, la ciencia médica diagnostica como síndrome de Klinefelter, que es una alteración genética que causa la esterilidad. Comoquiera que Klinefelter no aparece en escena hasta trescientos años más tarde, los médicos de la Corte –impotentes para encontrar un remedio que estimulara al Rey a engendrar herederos- se lanzaron en los brazos de la hechicería. El Palacio Real se llenó de brujos y de alquimistas; y el pueblo de Madrid –permeable a la cultura de superstición que se había impuesto en la Corte- inmediatamente le colgó el mote de "el embrujado".

Un paisaje de decrepitud que habría firmado el mejor Fellini; que situaba en un mismo escenario a los inquisidores más reaccionarios y a los exorcistas más reputados –todos pululando en torno al real lecho; y que se convirtió en el hazmerreír de todas las Cortes de Europa. Perseguidos y perseguidores. Víctimas y aniquiladores. Todos juntos –aparcando temporalmente las diferencias- en beneficio de la elevada misión. Y ni así. Ni con drogas, ni con brebajes, ni con conjuros, ni con reliquias santas. Ni con el concurso de dos reinas procedentes de familias de reconocida capacidad procreadora se consiguió un heredero. Un continuador de la dinastía y de la ideología que había construido -y derribado- el imperio. Que había enriquecido a la aristocracia castellana y a los banqueros alemanes. Que había empobrecido a las clases populares y que había destruido a las clases mercantiles. Que había asentado las bases del concepto de país que siglos más tarde se definiría como la "reserva espiritual de Occidente".

El candidato neutral

La salud del Habsburgo se agravó hasta el punto de que todo el mundo entendió que moriría irremediablemente sin haber cumplido la única misión por la que había sido concebido, criado y mantenido. Luis XIV, el Rey Sol de los franceses –que entonces ya era el monarca más poderoso de Europa-, puso los ojos –y los colmillos- sobre el trono hispánico. Maniobró a favor de su nieto Felipe de Borbón (el futuro Felipe V) que era sobrino del habsburgo moribundo. Y lo mismo hizo Leopoldo I, el emperador de los austríacos, que no era tan poderoso como el gallo francés pero que quería hacer valer que su hijo segundo (el futuro archiduque Carlos) también era –como mínimo- tan sobrino del rey embrujado como el de Versalles. La Corte de Madrid y la Reina madre –a quién la incapacidad del hijo le permitía gobernar en la sombra- se alarmaron. Corrió el rumor de que el Imperio hispánico se había convertido en un toro moribundo que era festejado por los cuervos franceses y austríacos. Entonces la política –y la diplomacia- recuperaron el protagonismo perdido.

 

Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV y futuro Felipe V de España

Las negociaciones con París y con Viena fueron una constatación de la devaluación de poder que había sufrido el Imperio hispánico. Aunque los diferentes partidos que había en la Corte llegaron rápidamente a un acuerdo de compromiso, los diplomáticos de Madrid siempre negociaron a la defensiva. A Luis XIV y a Leopoldo I los tuvieron que convencer de que habían encontrado a un heredero en la persona de un niño de la casa de Baviera. Que no era más sobrino –ni menos- que los respectivos candidatos francés y austríaco. Pero que la Corte de Madrid así lo veía y a cambio de que París y Viena renunciaran a sus pretensiones, el Imperio hispánico cedía Guipúzcoa, Nápoles y Sicilia a la monarquía francesa, y el Milanesado (la región de Milán) a la monarquía austríaca. Una demostración palmaria de debilidad y de intereses de clase. No hay que decir que franceses y austríacos se avinieron rápidamente.

La 'guerra subterránea' entre borbonistas y austriacistas

Este detalle es de suma importancia, porque franceses y austríacos conseguían ampliar sus dominios sin movilizar ni a un soldado ni disparar una sola bala. Y explica el porqué –pocos años más tarde- todas las potencias europeas decidieron convertir la península Ibérica en el teatro de guerra del conflicto más mortífero de la Europa de 1700. La sorpresa, sin embargo, llegó mucho antes, cuando se supo que el pequeño niño bávaro había muerto prematuramente. En las cancillerías de París y de Viena también se dio por muerto el pacto, y en Madrid se soltaron todos los fantasmas y resucitaron a los viejos partidos que habían dividido la Corte antes de acordar el heredero de compromiso. El partido aristocrático –formado por las oligarquías militares y latifundistas- declaró la guerra al círculo íntimo del rey embrujado –formado por un grupo reducido de funcionarios originarios de la pequeña nobleza y por los banqueros alemanes.

El archiduque Carlos de Austria, pretendiente en el trono hispánico

Los dos partidos tomaron posiciones. El partido aristocrático se entusiasmó –con destacadas excepciones- con la candidatura del Borbón. Los luises franceses habían convertido su reino en un Estado moderno dotado con una fuerza extractiva de tributos de probadísima eficiencia. El precedente de las haciendas públicas contemporáneas. Que había generado los recursos para someter militarmente y reducir políticamente todos los Estados que habían formado el mosaico francés. Un entusiasmo sostenido con la mirada puesta en Catalunya. Que, cuarenta años antes en el contexto de la revolución de los Segadors, proclamó una República de recorrido efímero. Y también con la mirada puesta en Aragón y en el País Valencià, que –como Catalunya- mantenían un status semi-independiente con relación al poder central. Que impedía a las oligarquías castellanas poner las manos y los pies, tal como habían hecho en Castilla, en Andalucía o en las colonias americanas.

El testamento de un cadáver viviente

A finales del año 1700 Carlos II ya era un cadáver viviente, y la guerra sorda que enfrentaba los partidos de la Corte se convirtió en un escenario de intrigas y de espionaje con la activa participación de todas las potencias europeas. Finalmente, los partidarios del Borbón consiguieron asaltar el lecho de muerte del Habsburgo. Y hacerle firmar un testamento a favor del francés. Acto seguido, enseñaron el camino de la puerta a los banqueros alemanes. La misma puerta donde esperaban pacientes los banqueros franceses –algunos, curiosamente, de origen judío sefardí. "La camarilla alemana" fue depurada y estigmatizada, convertida en el mito del miserable acreedor que asfixia al noble señor. Y el partido aristocrático recuperó las posiciones que había perdido con las crisis anteriores en los gobiernos corruptos de Lerma y de Olivares. Y con las rigurosas inspecciones del inquisidor Arce.

Recientemente los escritores italianos Rita Monaldi y Francesco Sorti han publicado un trabajo que recupera la sospecha de que desde un buen principio se cernió sobre el testamento. Muerto Carlos II, los partidarios del archiduque –el círculo íntimo del Rey- proclamaron que la firma era falsa. Que era imposible que un hombre en el estado de Carlos II, de quién el forense dijo que tenía todos los órganos vitales gangrenados, hubiera podido firmar con la fuerza del trazo que figura en el testamento. El caso es que el testamento a favor de Borbón -que dejaba sin efecto uno anterior a favor del sobrino austríaco- fue firmado instantes antes de la muerte del Rey. Unos hechos que alimentan la sospecha de que el último testamento fue falsificado. Unos hechos –que de probarse- revelarían que la dinastía borbónica fue entronizada ilegalmente.