De Ben Harper siempre me inquietaron sus silencios. Hasta que no pasan unos años y le conoces un poco, no entiendes el sentido y la importancia de los mismos. De algún modo, acabas comprendiendo que esas pausas eternas que antes te resultaban tan incomodas, ahora son necesarias para él y, casualmente, también para ti. Desde que irrumpió, el californiano siempre ha sido alguien que ha meditado mucho las cosas. Precisamente, en su libro Silencio, Mario Brunello llegaba a esta conclusión: ”La música no tiene la pretensión de explicar ni de revelar qué es el silencio: simplemente, forma parte de él. Música y silencio se alimentan recíprocamente; el estudio, el conocimiento o la profundización de la música implican siempre la búsqueda del silencio”. Y en esas lides, Ben Harper es un maestro. Esa mirada enigmática y los segundos que se toma entre canción y canción tienen patente propia.

Cuando le entrevistas y se te queda mirando de frente y al infinito, no sabes a qué acogerte. Aunque esa acción tiene un fin; te invita a participar en una ceremonia. A la suya, la que él convoca y promueve. Ese es el método que hay que seguir para oír sus discos y vivir como corresponde cada uno de sus conciertos. Si bien, con Ben Harper el plan siempre cambia. En función de su estado de ánimo y del proceso vital por el que esté pasando, él te va a llevar a uno u otro lugar. En la gira del año anterior, tuvo un momento de locura transitoria; se puso en pie, y empezó a correr y a saltar como un poseso. Fue una especie de catarsis individual y al mismo tiempo también colectiva. Nunca antes le habíamos visto así. De hecho, el Harper que ha emergido tras la pandemia es otro distinto al que conocíamos. Más jovial y vitalista, quizás no tan místico como acostumbraba, en la ausencia de algunos seres queridos (en el recuerdo están su padre y su bajista y confidente Juan Nelson) es más consciente de la importancia de vivir cada momento como si fuera el último.

ben harper

Por tanto, no vale lamentarse. Su objetivo ahora es acompañar y servir a esa comunidad de fieles que le siguen con furor y devoción. Porque a un concierto de Ben Harper asistes con la voluntad de que te transforme. Con el mismo instinto que en sus dos últimos discos (Wide open light es el reclamo más reciente); colmillo afilado y una sensibilidad a prueba de bombas. De hecho, y a falta de más recursos, la música es la herramienta que tiene Ben para cambiar el mundo. Y damos fe de que esa herramienta, a día de hoy sigue sanando. Lo hace a las primeras de cambio con Below sea level, una invitación a tomar juntos un suculento brunch en cualquier iglesia de América. A continuación, Diamonds on the inside y el valor de hacer fácil lo difícil. Con Don´t give up on me now consigue lo impensable, que el tiempo se detenga.

No hay otro músico con esa cualidad, es una especie de hipnotización celestial

No hay otro músico con esa cualidad, es una especie de hipnotización celestial. Mientras, van moldeando la escena, con un órgano que al principio tiene mucha presencia. Cuando él presenta a sus músicos destaca que tocan un instrumento y, sobre todo, que también cantan. Eso es fundamental si quieres superar el casting de Harper. Conforme discurre el concierto, sube el tono y la variedad de ritmos, el reggae y el funk toman el mando. Sin embargo, en el momento en que Ben Harper se queda solo se produce la magia. No hay un concierto suyo sin lágrima mediante. Esta vez las culpables son Walk away (oportuno rescate de su debut) y Another lonely day. Para las cuales, dicho sea de paso, no necesita contratar un coro, surge de manera improvisada entre el público.

Él sonríe cómplice y decide acompañarles con su guitarra. Bendito regalo y cuanta generosidad. A partir de ahí, una cita a Camarón, un recordatorio a los días en que dormía en la calle con dieciocho años y esa electricidad huracanada fruto de la colisión entre Faded y Ocean, y el guiño casual a Bob Dylan con Knockin´ on heaven´s door. Gracias a Amen Omen volvemos al punto de partida, a la confesión pero no al arrepentimiento. Ben Harper alza el puño y se arrodilla. Con ese gesto demuestra su enorme y sincera gratitud. Ya lo decía Mario Brunello en su libro: “Dejemos hablar al ruido con su voz y a la música con su sonido”.