"Les dieron la peor de todas las tierras, pero Dios es sabio, y estaba llena de petróleo". La frase, leída por el protagonista de Los asesinos de la luna y escrita en un libro sobre la Nación Osage, define el contexto dónde se desarrolla la trama de la nueva película de Martin Scorsese. Los Ni-U-Kon-Ska (que traducido vendría a significar 'los hijos de las aguas medias') son los miembros de la tribu, uno de los muchos pueblos nativos de Norte-América que fueron prácticamente exterminados por el hombre blanco a lo largo de los siglos. Y en esta historia, situada en los años 20 del siglo pasado y nominada a los Premios Oscar, los Osage se hacen millonarios de un día para otro, la comunidad con mayor renta per cápita del planeta según nos explica el prólogo, cuándo el petróleo convierte unos terrenos que no valen un real en una mina de oro (negra).

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Como es lógico en una selva habitada por la peor de las bestias, el ser humano, los nuevos ricos de piel encarnada verán enseguida como los buitres revolotean, dispuestos a estafarles, robarles o, ya puestos, eliminarles. "Es más fácil condenar a alguien por darle una patada a un perro que por matar a un indio", se escucha en un momento del filme, cuándo ya se acumulan los cadáveres de nativos de esta reserva del estado de Oklahoma. El racismo desatado, con los primeros miembros del Ku Klux Klan desfilando por las calles; el cinismo elevado a la máxima potencia de aquellos que se hacen pasar por amigos de los indios para clavarles un completo juego de cuchillos por la espalda; la avaricia y la falta de escrúpulos sirven de base para levantar un capitalismo mucho más salvaje que sus 'salvajes' víctimas. En el Condado de Osage, en los Estados Unidos y en cualquier país occidental.

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En Los asesinos de la luna —que se estrena el próximo viernes 20 de octubre— es una familia de cinco mujeres de la tribu (la madre y cuatro hermanas) la que sufrirá los efectos de la impunidad de una élite blanca que se resiste a ver cómo no es la más rica del vecindario. La trama del filme empieza con el retorno a casa de un veterano de la Primera Guerra Mundial (Leonardo DiCaprio), un tipo de pocas luces, tan estúpido como ambicioso, que se pone al servicio de su tío (Robert De Niro), un empresario ganadero que, aparte de criar vacas, corta el bacalao en la ciudad de Fairfax a base de extorsiones, sobornos, robos y asesinatos. Un capo mafioso en toda regla escondido bajo la apariencia de vecino respetado.

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El plan perfecto y sin fisuras del terrateniente pasa por casar a su sobrino con una india (Lily Gladstone) para, llegado el momento, recibir una jugosa herencia. Nada extraño en la zona, donde abundan los viudos capaces de encadenar matrimonios y entierros mientras aumentan el patrimonio. Las muertes para apropiarse de las tierras bendecidas con petróleo se van sucediendo, crímenes sistémicos que, a su manera, se inspiraban en lo que poco antes había pasado (y así se cita en la película) en Tulsa con la conocida Masacre de Black Wall Street, hasta que el recién creado FBI de J. Edgar Hoover decide intervenir —más preocupado por las víctimas (blancas) colaterales que por los nativos muertos, una minucia viniendo del genocidio del qué venían—.

Scorsese aparca el virtuosismo y apuesta por una puesta en escena de raíces clásicas, sobrias y solemnes

Concebido, casi, como un monumental ejercicio de memoria histórica, Los asesinos de la luna forma parte del abanico de aproximaciones que Martin Scorsese ha hecho de los cementos de la civilización estadounidense a sus películas de gángsteres. La violencia, la ambición y la codicia que marcan Uno de los nuestros o Casino encuentran aquí sus raíces. La diferencia llega en el planteamiento formal: el ritmo de aquellas es aquí pausada cadencia, tampoco encontramos virguerías con la cámara que nos dejan boquiabiertos, ni montajes sincopados, ni tampoco se recrea en los crímenes, ni los glamouriza.

Scorsese aparca el virtuosismo y apuesta por una puesta en escena de raíces clásicas, sobrias y solemnes. Y saca petróleo, nunca mejor dicho, de dos cómplices que conoce mejor que nadie: Robert De Niro y Leonardo DiCaprio. El primero, indisociable de la trayectoria del cineasta (¿hay que recordar títulos como Taxi Driver o Toro Salvaje?) recupera el pulso perdido en decenas de interpretaciones alimentarias, a veces convertido en una parodia de sí mismo. El cineasta ya recuperó recientemente a un De Niro en forma en El Irlandés, pero aquí el actor compone a un malvado que se siente intocable, capaz de hacer y deshacer sin implicarse directamente, con toneladas de cinismo y sin perder nunca la sonrisa.

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DiCaprio, por su parte, y en su séptima colaboración con el director, dibuja perfectamente cada rincón de un personaje de aquellos que marca una carrera, lleno de matices, que convive de la misma manera con la amoralidad y el amor que siendo por sus hijos y su mujer, por mucho que tenga que sacrificarla. Y es ella, la fabulosa Lily Gladstone, quien, con su mirada, con su tristeza y sus lutos, con sus pesadillas, con su sudor causado por la diabetes, y, también, con su amor, representa la dignidad de todo un pueblo masacrado.

Con sus casi tres horas y media de duración, Los asesinos de la luna tiene alguna cosa del Nuevo Cine Americano de los años 70 (el movimiento encabezado por los Coppola, De Palma, Cimino, Friedkin, Lucas y, claro está, el propio Scorsese). Entonces, la libertad se encontraba en productoras independientes que se asociaban a los grandes estudios manteniendo la autonomía; ahora, consiguiendo la financiación de las plataformas, en este caso Apple TV+, aunque Scorsese ha conseguido (como también Ridley Scott y su Napoleón) un estreno previo en salas de cine.

Un epílogo fabuloso que explica los hechos a su manera, quizás la necesaria para no dejarse ahogar por la asquerosa suciedad sobre la cual se han instruido las civilizaciones más avanzadas

El filme también respira constantes de la reformulación de los westerns crepusculares, como aquellos Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson. Y de algunos actos de justicia con el genocidio indio, de Taylor Sheridan de Wind River (o de sus series) a, palabras mayores, el John Ford de El gran combate. De hecho, y continuando con los ecos al maestro Ford, el print the legend de El hombre que mató a Liberty Valance es, a Los asesinos de la luna, una emisión radiofónica de las de antes, con los locutores que hablan en el micro plantados, orquesta en directo y efectos de sonido interpretados con todo tipo de objetos por un especialista. Un epílogo fabuloso que explica los hechos a su manera, quizás la necesaria para no dejarse ahogar por la asquerosa suciedad sobre la cual se han instruido las civilizaciones más avanzadas.