Jordi Évole se ha convertido en la pieza clave de la partida de ajedrez en la que se ha convertido la lucha de poder en el Ayuntamiento de Barcelona. Y no se esconde. De hecho, ya sale en la foto. Primero despreció al resto de candidatos cuando dedicó un Salvados a las municipales de la capital reduciendo la pugna a Ada Colau y Manuel Valls. Casualidades del destino, ninguno de ellos salieron vencedores en las urnas, pero los diabólicos planes para intentar borrar al independentismo de la Plaza de Sant Jaume la han vuelto a dar otra oportunidad. Se pasó un día haciendo campaña en Twitter, peleándose contra Toni Soler y aplaudiendo a "valientes" como J.A.Bayona, y cuando tuvo bastante, pasó en la acción. Mejor dicho, pasó en la mesa. La de un restaurante de la Barceloneta, l'Òstia, dónde el digital TotBarcelona los pilló después de una comida en la que seguro que no hablaron del final de Juego de Tronos. Hay otros tronos en juego, más terrenales.

Las 4 horas de esta nada casual comida permiten hacer dispararse las elucubraciones de lo que allí se habló. Bien, quizás tampoco tanto, pues la idea que defiende Évole parece bastante clara. Actúa como punta de lanza de una conjura, amparado por un buen puñado de intereses económicos, editoriales y políticos. Hay que hacer lo que haga falta para evitar "la hecatombe indepe", incluso obrando el milagro de reconvertir a una "comunisssssshta, roja, okupa" etc, como la alcaldesa, en la hada madrina del unionismo y la mejor amiga de Valls, "el progre" que causó estragos en Francia.

Después del festín, los dos salieron separados, discretamente (pensaban ellos, claro está), digiriendo las tapas y raciones en el barrio marinero y cada uno sopesando qué explicar a su grupo sobre el trascendental encuentro. Yo he hecho mi parte, habrá pensado Évole, que está poniendo todo lo que tiene a su alcance para consumar el asalto. Qué marrón, rondará la cabeza de Colau, que se juega mucho con la decisión y que no tiene nada claro eso de salir en las fotos con Valls y Cs. La cosa apesta, es innegable. ¡Ah! Y qué indigestión, pensamos los barceloneses y barcelonesas.