La figura de Joaquín Sabina está llena de luces, sombras y versos que han marcado generaciones. Pero detrás del cantautor jienense también existe una historia familiar compleja, delicada y profundamente humana. La relación con sus hijas, Carmela y Rocío, ha sido uno de esos capítulos que él mismo reconoce como tardío, pero sincero. Un vínculo construido a destiempo, sí, aunque nunca del todo roto.

Todo empezó con una anécdota que el propio Sabina relató con humor y resignación. Un día les propuso cambiarse el apellido. Les sugirió usar Sabina, su nombre artístico, en lugar de Martínez. La respuesta fue tajante: “ni hablar”. Aquella negativa reflejó dos cosas. Su deseo de mantener su intimidad y su firme voluntad de no vivir a la sombra de la fama de su padre. Ni una ni otra parecían dispuestas a cambiar su esencia por un apellido más reconocible.

Joaquín Sabina EFE

Joaquín Sabina no tuvo una relación íntima con sus hijas hasta que fueron mayores

Carmela y Rocío nacieron de la relación de Sabina con Isabel Oliart, hija del político Albert Oliart. Su romance duró doce años, entre 1986 y 1998, una etapa intensa para ambos. No se casaron. No hubo ceremonias. Pero sí hubo una vida compartida, dos hijas y muchas turbulencias. El propio Sabina ha contado que durante sus primeros años como padre apenas estaba presente. Conciertos, viajes, excesos... “Cuando veían un avión decían: adiós, papá”, confesó en una entrevista.

La frase más cruda llegó después. “No empecé a hablar con mis hijas hasta que tuvieron edad de hablar conmigo”. Una autocrítica que él nunca ha intentado endulzar. Sabina sabe que fue un padre ausente. Sabe que decepcionó. Y también que, con el tiempo, intentó recomponer lo que se había fracturado.

Las hijas de Sabina quisieron discreción desde el primer momento

Su relación extramatrimonial con la modelo Cristina Zubillaga, mientras seguía con Isabel, tampoco ayudó. Aquello tensó el ambiente familiar y distanció aún más a sus hijas. Pero los años colocaron las piezas en otro sitio. Sabina se volvió más responsable y cercano. Incluso más cariñoso. Les dedicó canciones: Ay, Carmela y Ay, Rocío. “Para que no tuvieran envidia”, bromeó. Sus nombres también aparecen en A mis cuarenta y diez.

Joaquín Sabina EFE

Carmela, la mayor, se abrió camino en el cine. Estudió producción, fundó Estela Films y caminó por las alfombras rojas de San Sebastián. Ganó un Goya con Tótem Loba, de Verónica Echegui. Y ha trabajado con directores, actores y artistas de renombre. Siempre con perfil bajo. Discreta. Mantiene sus redes cerradas. Su vida privada, blindada.

Rocío, la pequeña, es aún más misteriosa. Escribe poesía, practica yoga, ama la comida japonesa y participa en colectivos creativos, como La llamada de las llamas. Publica poco. Aparece menos. Pero su sensibilidad artística parece heredada directamente del padre.