Las alarmas se han encendido en la Casa Real. La reina emérita Sofía ha regresado de Mallorca visiblemente desmejorada, tanto en cuerpo como en espíritu. Atrás quedó aquella figura discreta pero firme que durante décadas se mantuvo como soporte inquebrantable de la institución monárquica. Hoy, las cámaras apenas logran disimular el dolor que asoma tras su sonrisa forzada, y el público ya no puede ignorar lo evidente: la madre de Felipe VI atraviesa uno de los peores momentos de su vida.
Durante la recepción con las autoridades baleares en Marivent, la asistencia de la reina Sofía fue casi un acto de sacrificio. Apoyada en sus nietas Leonor y Sofía, caminó con dificultad, mostrando un rostro pálido y una pérdida de peso visible que, según fuentes cercanas, supera los diez kilos en los últimos meses. Esta notable transformación física no solo impactó a los presentes, sino que también refleja un delicado estado de salud que ha generado preocupación en el entorno más cercano a la emérita.
La enfermedad de Irene de Grecia y la sombra del olvido
Ahora bien, el motivo que la consume por dentro tiene nombre propio: Irene de Grecia. El deterioro progresivo de su inseparable hermana y confidente ha sido el golpe más duro para la reina emérita. Irene, de 83 años, padece Alzhéimer en estado avanzado, una realidad que la familia real ha tratado de mantener oculta dentro de las formalidades del protocolo. Sin embargo, el secretismo no ha podido encubrir lo que ya es un clamor dentro del círculo íntimo: la reina Sofía está rota por dentro.
Desde que se conoció el diagnóstico hace tres veranos, Sofía ha estado volcada en su cuidado. Irene ya no reconoce rostros ni responde a estímulos. Pasa sus días postrada en cama, con asistencia médica continua y bajo la atenta mirada de su hermana, que no se separa de ella ni un instante. Según fuentes de Zarzuela, Felipe VI ha suplicado a su madre que no se torture más, pero ella, fiel a su vocación de servicio y entrega familiar, prefiere sacrificar su propio bienestar antes que delegar el cuidado de Irene en otros.
Soledad, encierro y llanto: el drama silencioso de una reina sin corona
Atrás quedaron los veranos luminosos en Palma, los desayunos familiares y las conversaciones entrañables al amanecer. Este año, la reina Sofía ha prescindido de su habitual estancia en Marivent, y ha regresado a Madrid con un semblante devastado apenas 48 horas después de llegar a Mallorca. Pilar Eyre, periodista especializada en la Casa Real, fue tajante en su análisis: “No tenía que haber ido. Me supo muy mal verla”.
De acuerdo con fuentes cercanas a la Zarzuela, la reina Sofía se ha recluido en su habitación, evita visitas, apenas come y llora desconsoladamente. El aislamiento voluntario ha encendido todas las alarmas en su entorno. Sus hijos, conscientes del estado anímico de su madre, están intentando levantarle el ánimo con planes familiares, pero ni la compañía de sus nietas ni los actos institucionales logran aliviar el peso que lleva en el alma.
Durante décadas, doña Sofía ha encarnado el sacrificio por la institución, tolerando públicamente las infidelidades del rey Juan Carlos I, soportando humillaciones y anteponiendo siempre el deber a sus emociones. Pero ahora, la soledad la devora. A sus 86 años, el apoyo institucional es prácticamente simbólico, y su papel en actos públicos se reduce a apariciones esporádicas en las que apenas participa activamente.