La princesa Ana ha reaparecido en el epicentro de la crisis dinástica de los Windsor para dejar claro que no está dispuesta a ceder un centímetro ante los intentos de reconciliación entre el rey Carlos III y su hijo menor, el príncipe Harry. Tras una etapa de tensión y silencio desde que el duque de Sussex publicara sus polémicas memorias Spare, la única hija de la reina Isabel II emerge como principal bastión de la lealtad inquebrantable al tronco familiar, marcando territorio y poniendo freno a cualquier acercamiento precipitado. 

Ana no perdona al príncipe Harry 

Conocida en los círculos oficiales como la “dama de hierro” de la Casa de Windsor, la princesa Ana lleva décadas labrándose una reputación de discreción absoluta, disciplina férrea y entrega total al servicio de la Corona. A diferencia de otros miembros de la familia real que han optado por moderar su exposición pública, Ana prefiere mantenerse al margen de los focos, pero interviene con firmeza cuando considera que se han traspasado límites de respeto y honor. Esa misma firmeza, que le ha valido elogios por su ética laboral, ahora se dirige contra Harry, a quien ve como un sobrino que ha traicionado la confianza de su padre y de toda la institución monárquica. 

La veterana corresponsal real Jennie Bond resumió con contundencia en las páginas de The Mirror el sentir de la princesa: “Para Ana, la lealtad es primordial, y sospecho que siente que Harry ha sido extremadamente desleal a su padre, a su hermano y a la monarquía. Ese juicio lapidario explica por qué la princesa Ana se convierte, sin moverse de su puesto oficial, en un obstáculo silencioso que ralentiza cualquier iniciativa de acercamiento”. No es necesario un pronunciamiento público: basta con su influencia en los despachos palaciegos y en las conversaciones privadas con Carlos III para marcar el ritmo de la reconciliación. 

La princesa Ana no confía en su sobrino 

El detonante de esta nueva oleada de desconfianza fue el rasgo de sinceridad brutal que Harry exhibió en Spare, unas memorias que no solo abrieron heridas personales –alventando rencores y reproches dentro de la familia–, sino que se convirtieron en un fenómeno editorial millonario. Aquello fue un golpe de efecto: lo que en un principio pudo interpretarse como una catarsis personal pasó a ser, para muchos dentro del palacio, una agresión pública que debilita la imagen de unidad y discreción que la Corona trata de proyectar. 

Sin interferir directamente en las negociaciones o encuentros entre padre e hijo, Ana de Inglaterra ejerce su influencia con sutileza. Sus conversaciones con el rey Carlos III tienen peso: se dice que en más de una ocasión ha aconsejado cautela y ha recordado el valor de la familia como una empresa colectiva, donde cada pieza cumple un rol esencial. Su mensaje es claro: Harry, aunque no ocupe el primer escalón de la sucesión, podía haber sido un apoyo indispensable, una voz moderadora, y, en cambio, eligió exhibir un relato de desencuentro y recriminaciones. 

La postura de Ana no es un caso aislado. El escritor y experto real Robert Jobson ha señalado que el príncipe Guillermo y la reina consorte Camilla comparten la misma inclinación a no perdonar con facilidad. A Guillermo le duele profundamente el distanciamiento de su hermano y las acusaciones vertidas en el libro, mientras que su madrastra no olvida que Spare la describió como “la otra mujer”, un papel “peligroso” que la transformó en blanco de críticas dentro y fuera de palacio.