Tan fabulosa, tan mitológica, tan imaginaria es esta España constitucional de hoy como lo fue la que José Antonio Primo de Rivera definía como “unidad de destino en lo universal” y olé. El Estado Español actual ya no se contempla en la Italia de Mussolini, hoy imita a Francia en todo lo que puede, uno de los primeros países en construir una democracia parlamentaria, y uno de los primeros en confundir interesadamente a la nación —francesa, en su caso— con la república, con el sistema democrático, de tal modo que todo lo que se enfrentaba al país vecino era condenado no sólo como antifrancés, también como antidemocrático. Hay que admitir que los nazis ayudaron bastante a esta confusión. Pero cuando los argelinos comenzaron a exigir la independencia, o los corsos, o los de Nueva Caledonia, la promiscuidad entre democracia y Francia se deshizo un poco. Francia cree, como España, que la nación, el conjunto de ciudadanos, es una unidad míticamente indisoluble. Francia quedó fijada territorialmente en un determinado momento de la historia, un momento idealizado y fabuloso, durante el imperio de Napoleón III, no exactamente un campeón de la democracia, todo hay que decirlo, y desde entonces ya no se podrá modificar nunca. Jamás. Las fronteras se han convertido en sagradas y por los siglos de los siglos, amén, oh là là y olé, de tal modo que si las oscilaciones en la extensión territorial de las naciones fue una constante, sistemática, a lo largo de toda la historia y de todos, para todos los pueblos, hoy la nación moderna, la nación francesa —y su imitadora española— sólo acepta modificaciones de fronteras si es para anexionarse territorios, como por ejemplo en el caso de Valonia, si en algún momento Bélgica desaparece en un ay. Francia, y con ella la Unión Europea, se erigen como el baluarte contra las fuerzas de la historia, contra la modificación de cualquier frontera, sea la que sea, y a cualquier precio. La nación pertenece a todos los ciudadanos, dicen, y al ser una propiedad privada, no se puede fragmentar porque debe llegar intacta, inmaculada, al final de la historia. Una idea que es tan absurda como falsa, como hipócrita. Vale para los corsos, para los catalanes, pero no vale para el Quebec, curiosamente una nación de cultura francesa. En el caso de Canadá, Charles De Gaulle lo dijo bien claro, desde el balcón del ayuntamiento de Montreal, oh là là: “Vive le Québec libre!”, Canadá, sí que se puede trocear.

España pertenece a todos los ciudadanos españoles y no puede renunciar ni a un palmo de territorio, no puede dejar de gobernar la isla de Perejil pero sí pudo regalar el Sahara Occidental a Marruecos. Olé. No puede aceptar que la nación catalana se quiera constituir en una república independiente porque siendo aproximadamente un 16 por ciento de la población, nunca seremos suficientes electores, suficientes ciudadanos, para reclamarlo legítimamente, de acuerdo con las leyes españolas. Este camino, puramente teórico, se utiliza porque es absurdo, irrealizable, porque es una simple estrategia retórica. Si los catalanes independentistas llegáramos a ser la mitad más uno de los españoles, entonces España entera sería Cataluña, cosa que ni queremos ni proyectamos. Una de las grandes diferencias entre el españolismo y el catalanismo es ésta: mientras a los catalanes nos da exactamente igual lo que hablen, voten o decidan los habitantes de Madrid, en los Ministerios de la capital están muy decididos a doblegar, a anular , a dinamitar, la voluntad democrática de la mayoría de los catalanes. A derrotarnos con leyes abusivas y a colonizarnos con la castellanización cultural y con la quimera de una democracia formal que no merece ese nombre.