La agitación y la propaganda, como todo en la vida, tiene que ser utilizada en su justa medida. Primero, hace falta tener en cuenta que fue una palanca de cambio político y social, partiendo de un régimen absolutista como era el zarista. La Rusia de los albores del siglo XX y la España y la Catalunya del siglo XXI no tienen nada en común.

No vale falsificar la realidad diciendo que vivimos en un régimen heredero del franquismo y, por lo tanto, en sí mismo franquista. Eso no vale ni como elemento de retórica de taberna. El sistema político español tiene muchos defectos, uno de ellos no haber sabido nunca en la época moderna y contemporánea encajar a Catalunya, y a la diversidad en general, sin fuerza, ni asimilación ni supremacismo. No es un pecado venial precisamente, pero entre las democracias occidentales queda en medio de la tabla. Un buen diagnóstico es un primer paso y decisivo para una buena solución, es decir, razonable y no absoluta. No sea el caso de que caigamos en el vicio que denunciamos. Dentro de España hay margen político y jurídico para la lucha política; en algún caso, como en el sucursalista (del poder central) Tribunal Constitucional, es más reducido o incluso inexistente: Pero hay margen.

La sociedad catalana, toda y no desde hoy precisamente -la independentista, la unionista y la que flota en medio, toda pues- ha hecho un rechazo explícito de la violencia. En ningún caso, ni en los peores momentos –y se acercan algunos muy duros- ha pensado ni por un momento recurrir a la violencia.

El proceso democrático y participativo, con todas las carencias que se le quieran atribuir, siempre ha sido un proceso democrático y participativo. Significa que, quien ha querido participar, ha participado, y que se han aceptado los resultados, tanto los político-institucionales como los meramente sociales o culturales.

El activo más formidable y temible del independentismo catalán es la fuerza cívica y sus atomizadas representaciones institucionales

Dentro, pues, de este contexto, se ha desarrollado la poliédrica acción política catalana. Esta es la vía catalana para todos (es decir, para la inmensa mayoría) aceptada y practicada. Esta fuerza cívica y sus atomizadas, a veces, representaciones institucionales se ha articulado lo mejor que ha sabido, muchas veces de forma manifiestamente mejorable, otras ejemplarmente. Este es el activo más formidable y temible del independentismo catalán.

En este contexto, dado que no hay por ahora como en Escocia o como hubo en Quebec, un partido hegemónico –ni se le espera-, la pluralidad de fuerzas políticas pro-independencia se han tenido que vincular –término más neutro y menos proactivo que el de coligar- en un movimiento todavía muy imperfecto. A esta fragmentación se debe la aparente falta de unidad orgánica y los ocasionales pero indisimulados zarpazos de los que indudablemente suben lanzados al lomo electoral de los que no hacen sino caer suavemente desde hace un lustro.

En esta situación de emergencia nacional, en opinión de muchos independentistas, la fuerza efectiva desplegada es poca o poco potente. En parte, debido a otro aspecto poco manifestado: la prisa. Como si fuera una partida de ajedrez los independentistas se van marcando plazos, siempre muy cortos. Olvidan que los desplazamientos históricos, también en la era de Twitter, son más bien telúricos, antes que otra cosa.

¿Qué quiere decir eso? Que la acción política primaria tiene que ser, no tanto exigirse unos a otros que éste o aquel día se pongan en marcha mecanismos efectivos para llegar a la independencia –como si el Estado español los aceptara con los brazos cruzados-, sino otro objetivo, más pesado, pero mucho más sólido y duradero: ampliar de forma incontestable la base social pro-independentista.

En un Estado, como el inglés, donde las formas y actitudes democráticas aparecen mucho más consolidadas que aquí, sí se ha podido llegar a un acuerdo entre un gobierno escocés, con una amplia mayoría independentista en el Parlamento de Edimburgo, y el gobierno de Londres, para llevar a cabo un referéndum con una pregunta clara y sin ambages: o independencia o no independencia.

En este contexto no estamos, desgraciadamente, en el Reino Unido. La fuerza, en Madrid, y especialmente en el mundo occidental, es decir en la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá, no pueden ser las urnas. Luego esta fuerza no la da nada más que una clara mayoría social, es decir, ciudadana. Que no haya forma por la tozudez de Madrid, de traducir en votos emitidos en un referéndum esta mayoría, es una fuerza hacia fuera. Una, en sí mismo muy reveladora; una mayoría parlamentaria sin mayoría de los electores no es moneda de curso legal en este proceloso caminar por el hilo de la Historia hasta llegar al puerto deseado.

El voto, como el dinero, es muy tímido y es reticente ante los cambios. Y rehuye el lío

Por eso, al margen de la dudosa calidad de algunas acciones de agitprop, que nunca tienen que ser un fin en sí mismas, hay que preguntarse muy seriamente si estas acciones ensanchan, reducen o dejan indiferente a los cuerpos sociales que se quiere/hay que sumar en el sector mayoritario de la plural sociedad catalana que suspira por la independencia.

Por eso, incidir desde plataformas no institucionales en las corrientes sociales parece más eficaz. En este sentido se tiene que considerar positiva la iniciativa cívica para impulsar un referéndum lo antes posible. Estas actuaciones son las que grano a grano, gota a gota, sin explosiones, pueden mover importantes segmentos sociales. El agitprop de una élite con relativo arraigo social, arraigo medido en votos electorales, tendría que ayudar a esta expansión ciudadana con contención y de forma muy adecuada a su fin. El voto, como el dinero, es muy tímido y es reticente ante los cambios. Y rehuye el lío.