Mientras tomaba el sol ayer por la tarde me llegó un whatsapp anunciando que la primera semana de agosto Rajoy convocará elecciones autonómicas para el uno de octubre. Me ahorro los detalles legales de la jugada porque no valen la pena.

De entrada no le di importancia, pero después empecé a ligar escenas y conversaciones que he tenido en los últimos meses. Ahora me divertiré explicando una película que puede ser que sea cierta o medio cierta, o incluso falsa, pero que toca el fondo del conflicto con España y el papel que juega la tercera vía.

Si el Parlamento hubiera ya convocado el referéndum para el uno de octubre, una jugada de este tipo tendría una eficacia limitada. El bloque autodeterminista seguiría llevando la iniciativa y, ante la comunidad internacional, Rajoy estaría actuando a la desesperada.

No es lo mismo desautorizar la performance de un grupo de diputados que presentan una ley en un teatro, que intentar abortar la resolución de un Parlamento que, además, ya ha votado a favor del derecho a la autodeterminación en varias ocasiones sin que la justicia española abriera boca.

Supongamos que Puigdemont y Junqueras están al corriente de la jugada del PP. Supongamos que Junqueras enganña a su partido y que Puigdemont es un simple empleado del núcleo convergente que se sacó de la manga el 9-N, y que no ha dejado de negociar con los españoles en los últimos meses.

Supongamos que la destitución de Baiget ha sido una jugada para dar autoridad a Puigdemont, y desgastar a Marta Pascal, que es una molestia para el antiguo cenáculo convergente. Baiget es uno de estos hombres que no respira sin permiso y la entrevista salió en un diario que no tiene fuerza para impedir una corrección de última hora. Incluso si Baiget fue poco hábil con el periodista, tenía margen para enmendar su error.

En el acto de presentación en el TNC me llamaron la atención tres cosas. Primero, que Marta Rovira hacía cara de pocos amigos. Sabiendo cómo había trabajado para dar un aire civilizado al referéndum he hecho llamadas y tenía razón de estar mosca: la ley no la habían de presentar los portavoces del grupo de Junts pel Sí, sino el Gobierno que deberá aplicarla.

La segunda cosa que me llamó la atención fue el hashtag: "Como siempre". Primero lo interpreté como una cursilada más del procesismo. Banalizar un referéndum sobre la independencia entra en la mentalidad infantil de los que se inventaron la revolución de las sonrisas.

Aun así, no se tiene que despreciar nunca la capacidad de la clase política soberanista de reírse a la cara de sus electores: una mentira parece menos mentira cuanto mayor es. Desde el tiempo del trabajo bien hecho no tiene fronteras hasta el cartel mesiánico de Mas, pasando por la fiesta noucentista del 9-N, las he visto de todos colores.

La tercera cosa que me llamó la atención fueron los discursos de Puigdemont y de Junqueras. Eran más propios de unas elecciones autonómicas que de un referéndum. Me extrañó que se anunciara que los diputados irían a explicar la ley por todo Catalunya, a finales de julio, como si eso fuera más importante que votarla en el Parlamento.

Después de recibir el whatsapp recordé que dos días antes que Mas anunciara que renunciaba a ser investido, Puigdemont ya corría como candidato a sustituirlo entre las personas informadas. Uno de los que lo sabía era Xavier Vendrell, que ahora participa en una especie de Estado mayor externo al gobierno, con otras figuras soberanistas de la época del tripartito.

También recordé que el presidente no adoptó el referéndum como solución hasta a última hora, cuando Junts pel Sí se encontró atrapado con unos presupuestos que la CUP no quería aprobar gratis. No hace mucho, en la Casa de los Canonges, Puigdemont todavía repetía, palabra por palabra, discursos de este entorno de CiU que nunca se acaba de marchar.

La política catalana siempre se ha basado en la técnica de dar pececillo. El carnaval del 6 de octubre fue fruto de esta cultura política. El problema es que ahora un 6 de octubre no se puede dar con las armas, ni con ninguna represión masiva de estas que sugieren algunos políticos para dar miedo a los electores, justificar sus juegos de manos y mantener vivo el conflicto con España.

Plantear una guerra de urnas en teoría es una idea brillante; así es como se hacen hoy las guerras en los entornos democráticos. El problema es que en la práctica sería incluso más complicada de llevar a cabo que el federalismo. A fin de que el Estado pudiera convocar unas autonómicas necesitaría la colaboración de la Generalitat, del Parlamento y de los ayuntamientos a un nivel que ahora mismo ya sería muy difícil de mantener.

Puigdemont ya ha dicho a los diarios extranjeros que si la justicia española lo inhabilita no hará caso. Junts pel Sí y la CUP ya han acordado en las reuniones internas que la ley española está en suspenso en Catalunya hasta que se celebre el referéndum. El drama de Rajoy és que tiene que dissimular que el Estado ha perdido la capacidad de hacer obedecer a los catalanes y no creo que quiera arriesgarse a ponerlo en evidencia.

Además, cuesta creer que los comunes aceptarían ponerse del lado del PP si tomara una medida como esta. En cambio cuesta menos de creer que la idea ha salido de algunos de estos sectores del soberanismo que dan ideas de bombero a Madrid ante la perspectiva de perder los privilegios que les atorga actuar como la policía judía del gueto de Varsovia.