Mi entrenador, que es un hombre fuerte pero sensible, que no tiene cuenta de Facebook ni de Twitter y que evita la política como los animales huyen del fuego, me recibió ayer con una sonrisa cargada de ternura y contención. "Te he leído", me dijo, cuándo aparecí al gimnasio con calzón corto, preparado para la sesión periódica de tormento físico.

Me miraba con una satisfacción inocente, como si tuviera delante un rompecabezas o un problema que, de repente, hubiera resuelto. Quizás porque Julian Assange me hizo el favor de retuitearlo, el artículo del viernes acabó por llegar hasta su whatsapp y, empujado por la curiosidad, navegó por otros textos míos que hay por internet y en el mismo archivo de este diario.

—Ya sabes que escribes igual que cantas? —me preguntó.

Además de hacerme hacer flexiones, mi entrenador a menudo me cuenta teorías sobre como funciona el cuerpo que suenan un poco extrañas si las pones al lado del discurso del médico clásico. Las conversaciones, entre ejercicio y ejercicio, o a veces incluso en pleno esfuerzo, me distraen de la pereza monstruosa que me hace emprender actividades de cariz atlético, sobre todo si son monótonas.

Cuando me echo en el suelo para empezar a hacer flexiones, aunque lleve un rato de entrenamiento, me venien ganas de dormir, como cuando llegaba a la universidad y el profesor se me pasaba la hoja con las preguntas de un examen que me sabía de memoria. Las conversaciones sobre la relación entre el cuerpo y lo cabe, me ayudan a continuar el entrenamiento y a menudo me hacen pensar y me despiertan intuiciones que tenía dormidas.

Cuando todavía nos conocíamos poco, un día que hablábamos de los desajustes que determinadas emociones producen en el sistema muscular abrí el móvil y le dejé escuchar una canción que yo mismo había gravado con la guitarra. "Vengo a entrenar porque necesito convertir mi cuerpo en una fortaleza que me ayude a proteger a este pobre chico".

A veces, cuando vuelvo a casa después de un día intenso, sobre todo si he hablado con periodistas y políticos, me siento como si hubiera respirado aire radiactivo o como si hubiera comido alguna cosa caducada. Cantar me vuelve a mí mismo, pero escribir es mucho mejor porque me ayuda a digerir el malestar y destilarlo de una forma que para mí sea aceptable.

"Es curioso —me dijo el entrenador-— porque cuando escribes pareces otro y, en cambio, al mismo tiempo, eres mucho más tú mismo. Me lo decía como si no acabara de entender por qué no soy siempre así, tan seguro y tan preciso como las frases de mis textos, un poco fascinado de que la naturaleza siempre encuentre formas de esconderse y que todos seamos aparentemente tan complicados.

Cuando escribo soy mucho más yo porque delante del Ipad no tengo nunca miedo. Cuando escribo siempre puedo borrar una frase, o matizarla y escribir una nueva. Al contrario de lo que pasa en la vida física, cuando escribes siempre tienes una segunda oportunidad y resulta mucho más fácil conectarse con el mundo y la verdad de una forma inteligente y genuina.

Necesito escribir por el mismo motivo que necesito dormir bien, para sintetizar la información que voy recibiendo y para poder crear las condiciones que alimentan la energia y el optimismo y combaten la melancolía. Pero también escribo porque crecí rodeado de espejos sucios| y deformados por la historia trágica de mi país y la precariedad mi cultura.

Como las convenciones que regulan los estándares de nobleza y de refinamiento de Catalunya están pervertidas por la represión española, tuve que convertirme en mi propio modelo. Escribir me ha enseñado que las batallas se empiezan a ganar y perder en la cabeza, y que la lucha para conquistar la libertad tiene la capacidad de convertir la manía más estraña o la particularidad más sorprendente en un valor universal.

Si no escribiera, me moriría intoxicado por mi propia fuerza y receptividad y no habría ejercicio de gimnasio capaz de limpiar mi sangre. Escribir es también un entrenamiento que te ayuda a buscar aquella distancia mágica que te permite intentar comprenderlo casi todo sin volverte un cínico o que te haga demasiado daño.