Algunas mañanas, mientras me lavo los dientes o me afeito después de la ducha, me sorprendo buscando en el espejo al niño que fui. ¿Si me lo hubiera encontrado esta Navidad en una mesa familiar, qué habría pensado de mí? O qué habría pensado yo de él –a la mierda Freud y la propaganda sentimental de maestros y políticos–. Y quien habla del niño, dice el adolescente, porque no he perdido sólo el rubio angelical, también he perdido la melena de león.

Me parece que la felicidad sería más fácil de gestionar si pudiéramos reunir en una misma habitación a las personas que fuimos. Estaría bien saber si todavía somos capaces de tener con nuestros borradores una conversación divertida y agradable. Si pudiera hablar con mi yo rubio, con mi yo melenudo y con mi yo universitario, estoy seguro de que todos juntos nos iríamos elevando y que la voz de nuestro amigo interior se iría haciendo cada vez más inteligente y definida.

Puestos a experimentar, también podría convocar a los amigos, con sus diversas versiones, naturalmente. Àstrid llegaría hablando inglés con acento yanqui. Y vendría Huc con la guitarra, y Natàlia con los libros y el casco de minero, y Marisol con los cuadernos de dibujo y el disfraz de pantera rosa, y Salvador con el lápiz de Oscar Wilde, y Roger con los manuales de matemáticas. Al final, más que una habitación, necesitaría un hotel.

Supongo que a veces busco en el espejo a la criatura que fui, igual que mucha gente se reafirma repasando fotografías viejas. Sin embargo, esta Navidad debo haber estado muy atento porque ayer me reencontré con la niñez en la cara de un lector desconocido que me quería comprar un libro. Mientras hablábamos en medio de la calle –alzando la voz, para superar el ruido de los coches– me lo iba mirando bien.

Al final, justamente cuando me contaba que venía de pasar unos cuantos años en los Estados Unidos, lo corté: "Perdona, pero es que me da la impresión de que te conozco de alguna cosa".

Resulta que era el hijo de una canguro que tuve cuando era muy pequeño.

–Ya me lo dicen, que me parezco a mi madre.

–Es la primera persona con la cual guardo recuerdo de haber tenido que disculparme. Bien, me obligaron mis padres. Era muy tozudo y orgulloso.

A menudo las decepciones y los padecimientos vienen de no saber a ciencia cierta qué relación hay entre las personas que hemos sido y la persona que somos o podemos ser. Hay un verso de Rimbaud, que Moustaki canta muy bien, y que dice: Yo soy otro. A la mierda Rimbaud también, por hoy. Yo soy yo. Y tú eres tú. Y todo lo que no sea eso sólo nos empuja a la monotonía fría, morbosa y grotesca de las calaveras.

Es verdad que a veces puede parecer que uno es una multitud, o que ha dejado de controlar la evolución de su materia prima. Pero si pensamos, veremos que sólo cuando sabemos conectar con aquellos aspectos que nos hacen únicos y un poco divinos, podemos acceder a una imagen lo bastante completa del mundo como para colaborar con la máxima eficacia y economía.