La noche del 26-J había mucha gente contenta. Debe decirse que mucha menos que en otras ocasiones, cuando todo el mundo pensaba –¡o al menos lo decía!– que había ganado. En este caso, sin embargo, no sólo está por ver que alguien haya ganado, ya que difícilmente algún partido podrá formar gobierno, sino que, vistas las circunstancias, es muy difícil entender, desde un punto de vista racional, la alegría de los que estaban tan contentos. Y es difícil entenderlo si se tiene en cuenta que el partido que ha obtenido más votos es precisamente el mismo que ha gobernado el Estado, con mayoría absoluta, durante los últimos cuatro años, más la prórroga con que está gobernando en funciones, con una incapacidad manifiesta para reducir las escandalosas cifras de paro y para evitar el liderazgo infame del país en los rankings internacionales de desigualdad, de pobreza infantil y de abandono escolar, entre otros (muchos) méritos objetivos.

Es fácil entender la alegría de los partidarios de una formación cuando obtiene más votos que las otras en unas elecciones. Es una reacción partidista, pero al fin y al cabo comprensible. Sin embargo, es difícil entender que, ante una situación tan devastadora en todos los niveles como la española, a cuyo diagnóstico, ya mencionado, debe añadirse el deterioro de la calidad democrática de acuerdo con parámetros internacionales, el retroceso en las libertades y los derechos sociales, el aumento de la precariedad laboral, la disolución reiterada y cotidiana de la separación de poderes, la manipulación de los medios de comunicación públicos y la incapacidad para reconocer la nunca no asumida plurinacionalidad del Estado.

Usando una analogía futbolística, puede recordarse de que hay una diferencia abismal entre los seguidores y aficionados de un equipo de fútbol y sus hooligans. Los seguidores y aficionados son partidarios de su equipo, incluso cuando juega mal o cuando los resultados quedan muy por debajo de las mínimas expectativas. Incluso, pueden alegrarse cuando pierde el equipo rival. Pero la devoción incondicional de los hooligans hacia su equipo los lleva a defenderlo incluso cuando sus prácticas son antideportivas, cuando no respetan las normas acordadas, cuando insultan a los rivales o cuando hacen lo que está permitido y lo que no para afirmarse y para ganar al adversario, al precio que sea. El hooliganismo, en fútbol, es una actitud que desborda el universo estrictamente deportivo para entrar en los dominios de la ética: y entonces queda en suspenso el criterio moral, la rectitud, la objetividad que lleva a reconocer las virtudes del adversario o el saber perder.

No es difícil entender la alegría de los responsables del Partido Popular la noche electoral en la calle Génova. Han visto revalidada su posición como partido más votado del Estado, aunque no hayan podido renovar ni la mayoría absoluta ni hayan podido asegurarse una mayoría suficiente que les permita gobernar. Pero es difícil entender, si no es apelando al hooliganismo partidista, la alegría de los 7.906.185 votantes del Partido Popular, porque es difícil imaginarse que estos casi ocho millones de personas no conozcan la realidad de un país cuyo gobierno merecía cualquier cosa salvo un premio. Y, por otra parte, porque es difícil entender que estos casi ocho millones de personas no hayan considerado relevantes, a la hora de emitir su voto, las informaciones absolutamente indecentes que han revelado las grabaciones de las conversaciones entre el ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, y el jefe de la Oficina Antifraude de Catalunya, Daniel de Alfonso, en el curso de las cuales se ha demostrado, de manera inapelable, que estos dos representantes institucionales de tan alto nivel han estado movilizando sistemáticamente toda la maquinaria del Estado para difamar y destruir a los adversarios políticos. Hay que recordar que no existe precedente en ninguna democracia adelantada, entre los países de nuestro entorno, en el que se haya producido un escándalo de esta magnitud, y que, ante situaciones análogas, aunque muy menores, los ceses han sido fulminantes e inmediatos. No es preciso hacer la lista: estos días se han recordado algunos casos que ni de lejos llegan al nivel de lo que cualquiera ha podido escuchar o leer.

En Catalunya hay casi medio millón de votantes, del PP, a los que las informaciones conocidas sobre el ministro Jorge Fernández les deben haber parecido un mérito añadido 

Y, de estos casi ocho millones de electores, que totalizan un 33% de los votantes (!), hay algunos que todavía son más incomprensibles. Los 462.637 votantes que han otorgado al Partido Popular su confianza y su representación en Catalunya y, de manera muy especial, los 356.361 votantes que han otorgado su voto a una candidatura encabezada precisamente por el ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, que en cualquier país normal, con unos estándares mínimos de calidad democrática, habría sido inmediatamente apartado de su cargo sólo de conocerse unas grabaciones tan explícitas e inequívocas. Hay que reconocer, además, que, tanto en Catalunya en global como la circunscripción de la provincia de Barcelona en concreto, el Partido Popular ha incrementado sus votos con respecto a las elecciones de diciembre del 2015. Cosa que equivale a decir que, en Catalunya, esta vez el PP ha obtenido 44.268 votos más de lo que hace siete meses, y que en la provincia de Barcelona han sido 34.381. En resumidas cuentas, hay casi medio millón de votantes en Catalunya a quienes no sólo las informaciones que hemos conocido estos días no les supone ningún problema ético, sino que, al contrario, les debe haber parecido un mérito añadido y, en el caso de estos cuarenta y cuatro mil nuevos votos, quizás ha sido el argumento decisivo.

No puedo ni siquiera entrar a justificar, por tratarse de un psicologismo inadecuado para construir un juicio político, la profunda repugnancia que me merece esta constatación. Pero sí que, como mínimo, me parece imprescindible dejar constancia de la laxitud moral que han manifestado los que no han considerado las grabaciones de Jorge Fernández Díaz como un argumento suficiente para derivar su voto a otra formación o para abstenerse, sino que, al contrario, las han considerado motivo de recompensa y garantía suficiente para convertirlo en su representante político.

Lo siento: la alegría de estos 7.906.185 votantes no es una alegría que pueda despertar envidia, como pasa habitualmente con la alegría de los otros, sino, más bien, estupor. Un estupor, es preciso decir, absolutamente incomprensible desde una perspectiva racional si no es remitiéndolo al más visceral y primitivo hooliganismo.

¿Es esto un juicio moral? Sí, sin duda. José María Valverde, en pleno franquismo, renunció a su cátedra universitaria recordando que "nulla aesthetica sine ethica" ("no hay estética sin ética"). Ni bajo la dictadura le pareció necesario recordar una obviedad; que, sin ética, no hay política. Al menos, política digna de este nombre. Es exactamente esto. Y merece la pena recordarlo hoy.