Corría el año 1812 y el ejército de Napoleón –que se debatía en los campos de batalla para mantener en el trono español a su hermano Joseph- decidió desplazar la frontera desde los Pirineos hasta el Ebro. Catalunya fue anexionada a Francia, como una región más del gran sur -le Midi-, y dividida en cuatro departamentos a la manera francesa. Durante dos años, la administración, las ciencias, las artes, la enseñanza, las modas y el horizonte social de Catalunya giraron la mirada hacia París, capital del imperio francés.

El pretexto

Se ha pretendido que la anexión se formalizó argumentando los derechos históricos franceses sobre la Marca Hispánica de Carlomagno; el Napoleón medieval que mil años antes había creado una especie de protectorado francés entre los Pirineos y el Ebro, que fue cuna de Catalunya. Lo cierto, sin embargo, es que el gobierno napoleónico renunció a incorporar a Aragón y Navarra, que entonces eran los territorios más pobres de los reinos peninsulares españoles. Y, en cambio, incorporó Catalunya al Imperio Francés. Un pretexto. Porque Catalunya ya era un motor económico. Y demográfico.

Los viajeros ilustrados europeos (el equivalente a los corresponsales de prensa contemporáneos) que visitaban Catalunya quedaban gratamente sorprendidos. Destacaban que era un país poblado y dinámico –en contraposición al resto de territorios peninsulares– dotado de un aparato agrario potente y de un tejido industrial incipiente. Y los datos estadísticos lo corroboran. Catalunya había superado al millón de habitantes. Y Barcelona, que tenía ciento veinticinco mil, con la anexión se convirtió en la segunda ciudad de Francia –sólo superada por París que ya tenía seiscientos mil– y también en la capital de facto del gran Midi francés.  

El puerto de Barcelona al siglo XVIII

Soyez propres, parlez français... et catalan

“Sed aseados, hablad francés”. La divisa del jacobinismo cultural francés. Y hablad también catalán. Con la anexión se produjo un desembarque colosal de funcionarios franceses –refinados y mundanos, ilustrados y revolucionarios– contrapuestos al pensamiento y a la estética de una administración española –oligárquica, tronada y corrupta– que no tenía claro dónde acababan los intereses públicos y dónde empezaban los privados, sobre todo los de la Iglesia.

Argereau –el superprefecto francés– tenía un origen plebeyo, una educación ilustrada, un recorrido revolucionario y una mentalidad práctica. Y una misión concreta: afrancesar a Catalunya. Para su propósito se rodeó de gente ilustrada del país, básicamente del mundo académico, entusiastas de la revolución francesa y partidarios de la modernización, que le hicieron ver que a los catalanes se les corteja con la lengua.

Dicho y hecho. La lengua catalana, que casi cien años antes había sido proscrita por el Borbón francés de la Nueva Planta, recuperaba la condición de lengua oficial –cooficial con el francés– de la mano –paradójicamente– de otro francés. Pero este gesto no reportó los efectos esperados. En París los jacobinos que dominaban el aparato del Estado se lo miraron con recelo; y en Catalunya las clases populares lo interpretaron como un falso halago, al estilo ridículo de aquellos que, contemporáneamente, dicen hablar la lengua en la intimidad.

El “prêt-à-porter” catalán

Los negocios tienen la extraña virtud de sobrevivir en los escenarios más complicados. Y el dinero, que por todas partes no tiene “ni patria ni religión”, en Barcelona se giró al paso de La Marsellesa. La burguesía barcelonesa, que había creado una potente red de intercambio con las colonias españolas de América, hizo una rotación entusiástica y espectacular hacia el norte que enganchó al sector agrario del país con el paso cambiado.

Había que rebajar precios para competir con la potente y desarrollada industria textil francesa. Desaparecía el paraguas proteccionista español que había amparado a la industria catalana. Pero en compensación surgía un mercado francés que triplicaba al español en capacidad de consumo. Y el sector primario pagó la fiesta. Un cuarto de vuelta  a los productores locales, que ya sometidos a una dependencia creciente con respecto al entramado fabril urbano, contemplaban azorados como a la industria catalana se rearmaba al sonido de la estrofa “le jour de gloire est arrivé”.

Conflicto

El campesinado, que ya recelaba de la burguesía, se declaró enemigo de la nueva administración francesa. Y el mundo rural –el campesinado y el clericato- se reveló contra el imperio del dinero y contra el imperio de Napoleón. Todo al grito de “patria y religión”. Se el momento que reaparecen los mitos populares arraigados a la tierra y a la tradición, como el timbaler del Bruc. Y es el momento que se escenifica –por primera vez- el conflicto armado que –con posterioridad- sacudiría el país en tres guerras civiles devastadoras y mortíferas: el mundo rural agrario y tradicionalista (que en el futuro sería carlista) y el mundo urbano industrial y revolucionario (que en el futuro sería liberal).

Grabado con una vista de Lleida, 1812

Cerveza

Francia dejó la huella de su cultura y de su revolución. Durante generaciones las clases intelectuales, artísticas y políticas catalanas se han inspirado en los modelos franceses. Pero aquello que, de una manera más popular, nos han legado aquellos años franceses, ha sido la fabricación y el consumo de la cerveza, que a principios del siglo XIX ya era muy popular en París.

Poco antes de la anexión, se abrió un bistrot para abastecer la extensa colonia francesa de Barcelona. Y pocos años después, un alsaciano apellidado Moritz abrió otra fábrica para abastecer al conjunto de la población. La cerveza se convierte en un consumo popularizado los años en que Barcelona fue una réplica de París. Y Catalunya fue una región de Francia. Como Alsacia