¿Recuerdan la historia de Anne Frank? Supongo que sí. Frank era aquella niña judía que fue escondida por Miep Gies, Johannes Kleiman y Victor Kugler en la casa contigua por la parte de atrás de los almacenes de la fábrica donde trabajaba su padre, ubicada en Prinsengracht, enfrente de uno de los canales de Ámsterdam. La casa es ahora un museo que visita mucha gente y en muchas escuelas del mundo se lee su diario, escrito entre 1942 y 1944, en una cámara secreta acondicionada. El grupo fue traicionado por alguien que aún no se sabe quién fue y fue deportado a los campos de exterminio nazis. Siete meses después de su detención y a pocos días del fallecimiento de su hermana Margot, Anne murió de tifus en el campo de Bergen-Belsen.

Una de las cuestiones que, una vez acabada la guerra, obsesionó a Kleiman y a los otros protectores de la familia Frank, cuyo único superviviente fue el padre, quien recuperó el diario de Anne y lo difundió, fue descubrir quién los había delatado. Inmediatamente después de la liberación, Kleiman escribió una carta a la Oficina de Investigación Política (POD), el ente encargado de localizar a las personas que habían colaborado con el ocupante alemán, donde expresaba sus sospechas respecto de Willem van Maar, un mozo del almacén y solicitaba que le investigaran. El POD no atendió a la carta. No fue hasta 1948 cuando el Departamento de Investigación Política (PRA) de la policía de Ámsterdam inició las primeras pesquisas, probablemente a raíz de unas declaraciones de Otto Frank.

Entonces la policía interrogó a los protectores y a Willem van Maar y, también, a Lammert Hartog, otro mozo del almacén. Hartog confesó que quince días antes de la irrupción de las patrullas de la SS en la casa, Van Maar le había contado que allí había judíos escondidos. También se supone que la mujer de Hartog lo sabía. Como se pude leer en la página web de la casa-museo, de donde he sacado la información, observado “retrospectivamente, podemos decir que la investigación dejó mucho que desear. No se hicieron muchas preguntas y sólo se interrogó a un puñado de personas. Todo fue relativamente superficial. La investigación se suspendió al no poderse demostrar nada. Pasarían catorce años hasta que se iniciase una nueva investigación”. Fue un lío fenomenal, como suele ocurrir con las controversias políticas y sociales, y no se aclaró nada.

La delación, real o de ficción, siempre va acompañada de aquella íntima sensación que nos sitúa a nosotros mismos ante el espejo

No sé si ustedes han visionado nunca la película por la que el director John Ford ganó su primer Oscar en 1935 al mejor director. En inglés se titula The Informer y en español El delator. La película se basó en la novela de Liam O’Flaherty (1896-1984), publicada en 1925. O’Flaherty retrató los bajos fondos de la capital irlandesa con una intensidad sobrecogedora. Describió la suciedad de los bajos fondos pero, también, la corrupción moral. Chulos, putas, rateros, vagabundos, entre otros muchos personajes del, digamos, subsuelo irlandés. Y, de fondo, la Organización, nombre tras el que se puede detectar cualquiera de las organizaciones armadas comunistas del mundo. O’Flaherry, un antiguo comunista, había abjurado de la épica bolchevique y supo trasladar a la novela las miserias “revolucionarias” y la figura del delator, el Judas moderno, aquél que provoca la muerte de alguien sin mancharse de sangre, sino del color del dinero, las veinte libras esterlinas que recibió Gypo Nolan (personaje interpretado por Victor McLaglen, quien también recibió un Oscar) de las autoridades. Este delator es un personaje de pocas luces, y eso es de lo que se aprovecha la policía para cazar a su antiguo compañero de armas, Frankie McPhillip (al que da forma el actor británico Wallace Ford, nada que ver con el director). Y ésta su debilidad también será su desgracia. Los remordimientos, los pistoleros del lumpen dublinés turban la paz de Gypo durante una noche terrible. Entre tanta desesperanza, brilla con luz propia la figura de Katie Madden (interpretada en la película por Margot Grahame), que es la causante de la traición de Gypo, porque ella propiciará que los asesinos que buscan al delator consigan su objetivo, que no es otro que matarlo.

La delación, real o de ficción, siempre va acompañada de aquella íntima sensación que nos sitúa a nosotros mismos ante el espejo. Pensaba en eso y en otras disquisiciones éticas cuando el viernes por la tarde llegué a casa y al abrir el buzón encontré un sobre sin nombre pero con membrete del Ayuntamiento de Barcelona. ¡Qué manía en gastar papel! En la era de Internet y teniendo en cuenta que el Ayuntamiento dispone del censo, estaría bien que nos enviara las comunicaciones electrónicamente, ¿no? A lo que iba. El sobre contenía una comunicación, porque para que las cartas lo sean de verdad deben ir firmadas y ésta sólo indicaba “Dirección de Servicios de Inspección del Área de Ecología Urbana” (un nombre muy ampuloso), que me conminaba a delatar a mis vecinos. Me provocó un escalofrío que me subió por el espinazo hasta la nuca. De golpe recordé la agria discusión que mantuve con un compañero de departamento, un dogmático comunista, que pretendía que algún alumno realizara una tesis sobre los antifranquistas que no habían podido soportar las torturas y habían “cantado” (traicionado) al Partido y a los camaradas.

¿Por qué el Ayuntamiento de Barcelona me pide que delate a mis vecinos?

¿Por qué el Ayuntamiento de Barcelona me pide que delate a mis vecinos? Pues, según el panfleto, porque el Ayuntamiento “trabaja para garantizar que la actividad turística sea compatible con un modelo urbano sostenible” y por eso quiere perseguir la oferta “sumergida, económicamente insostenible e irrespetuosa con la legislación vigente, [y para que] no se imponga y arraigue en la ciudad”. ¿De quién están sospechando? ¿De Airbnb? A continuación se menciona lo mejor: “La legislación actual dispuesta por la Generalitat de Catalunya es garantista con los propietarios de las viviendas y para poder iniciar la tramitación de un cese de actividad ilegal hay que descubrir dos veces a turistas alojados con un contrato alquiler inferior a 31 días”. Ya pueden imaginar ustedes qué piden en esta cartita: “Es por esta razón que te pedimos [¡hey, colegas! —deben pensar—] que nos facilites información si crees que en tu finca hay una vivienda de uso turístico ilegal”. Y para facilitar las cosas, nos proporcionan números de teléfonos gratuitos y sitios web donde denunciar al vecino del que sospechamos, aunque no estemos seguros de nada, porque en la carta se ignora esta posibilidad. Quieren que nos convirtamos en los “jóvenes guardias rojos” que en la China de Mao se dedicaban a tomar presos a los ciudadanos denunciados por los vecinos que más tarde serían ellos mismos denunciados por otros vecinos. ¿Qué pretenden que seamos: el mozo del almacén donde se escondió Ana Frank o Gypo Nolan? Supongo que se inclinan por el primer ejemplo porque en la comunicación del Ayuntamiento, que no se si es producto de la cabecita de la teniente de alcaldía de Ecología, Urbanismo y Movilidad, Janet Sanz, que es de la facción poscomunista del grupo de Ada Colau, no se menciona que haya ninguna recompensa por la delación. Si lo hicieran, tendrían más éxito del que espero que tengan.

Lo que yo recomiendo a mis vecinos es que antes de hacerle caso a la concejal del partido del gobierno municipal, En Comú Podem, recuerden qué pasó con Ana Frank o bien que miren la película de John Ford basada en la novela de gran Liam O’Flaherty, no vaya a ser que cayéramos en ese Gran Hermano que lo controla todo, alegoría del mundo totalitario que George Orwell denunció con magistral agudeza, en su novela 1984. Alegoría a la que pusieron música los Pink Floyd en The Wall, otra película que les recomiendo que se traguen porque previene de la tentación de delatar a nadie. Y es que la sociedad de la delación es la antesala de la sociedad policial.