No hay semana en nuestro pequeño mundo de la agricultura y el mundo rural en la que un político y/o un sindicalista mencione la necesidad de proteger la agricultura familiar, agricultura a la que le supone grandes virtudes como la ocupación del territorio y la población del medio rural o, incluso, una mayor sensibilidad medioambiental.

Tradicionalmente, se entiende por “agricultura familiar” una explotación agraria de pequeña o mediana dimensión, en la que trabajan los dos miembros de la pareja, generalmente un marido y una mujer, e incluso alguno de sus hijos. A veces, no es descabellada la ironía de que la explotación familiar agraria es “la explotación de la familia agraria”.

El “único” problema de esta visión de la agricultura española de hoy es que no se corresponde con la realidad.

Cajamar acaba de publicar un estudio monográfico sobre “Sector agroalimentario y trabajo: una relación en transformación”, en el que Alicia Langreo Navarro y yo concluimos al final de nuestro capítulo sobre “La relación entre el trabajo y las estructuras productivas en el sector agrario: el trabajo como factor explicativo de las economías de escala” entre otros que “el pequeño número de explotaciones con titular persona física que cuenta con ayudas familiares y la baja y decreciente dedicación de estas al sector agrario nos lleva a cuestionar el propio concepto que la política agraria y la Academia tienen de la “explotación familiar agraria”. Hoy debe más bien entenderse como un colectivo de autónomos, con o sin asalariados y con cada vez más escasas ayudas familiares, muy probablemente temporales.”

La visión de la agricultura familiar como la agricultura española de hoy no se corresponde con la realidad

Y seguíamos afirmando que “en la actualidad el trabajo familiar aporta, según el Censo Agrario, algo más de la mitad del volumen de trabajo, pero está creciendo significativamente el trabajo asalariado y el subcontratado. Estamos convencidos que el Censo sobrevalora el trabajo familiar. Dentro del trabajo asalariado, la inmigración y los hijos de inmigrantes nacidos en España suponen un porcentaje significativo y creciente.”

En las conclusiones del libro, los coordinadores de la obra, Dionisio Ortiz Miranda y Ignacio Atance Muñiz, no dudan en afirmar que “el trabajo agrario ha ido perdiendo gradualmente su carácter familiar. La clara disminución de la participación de otros miembros de la familia lleva a una creciente individualización del trabajo familiar, que queda cada vez más exclusivamente en manos del titular de la explotación. Los miembros de la familia agraria reducen su vinculación con la explotación, orientándose de forma mayoritaria hacia otros sectores -y, con frecuencia hacia otros territorios-.

La agricultura familiar ya no constituye el núcleo del sistema agrario español. Ya no representa la mayoría de las explotaciones y aún menos de la producción.

La “clase media” del campo

En los años 30 del siglo pasado, y como resultado de la crisis económica que empezó en el 2019, se produjo una hiperinflación, la pauperización de la sociedad alemana y la subida al poder de la extrema derecha. Tambié, fuerzas de la misma corriente de pensamiento cobraron fuerza en otros países europeos y en los Estados Unidos.

Tras la crisis del 2008, estamos asistiendo a un nuevo cambio profundo de nuestras sociedades, con una elite cada vez más rica y potente y la tradicional clase media cada vez más pauperizada. Sin ello, no se puede comprender el auge de la extrema derecha.

Estas dos verdades generales (la crisis de la clase media y el auge de la extrema derecha) también son relevante para el mundo de la agricultura.

Con Almudena Gómez Ramos ya señalábamos en el Anuario de la UPA 2024 que, “la revolución tecnológica que estamos viviendo está disparando las economías de escala. La revisión realizada de los datos de la Red Contable Agraria Nacional […] desde el año 2018 hasta 2021 demuestra una mejora constante en las rentas generadas en las explotaciones de mayor dimensión económica (mayores de 500 UDEs ), y un creciente distanciamiento de la evolución registrada en las explotaciones agrarias medianas y pequeñas”.

Hoy, ya no hay que salvar al soldado Ryan. Hay que salvar a la clase media si queremos mantener nuestra democracia y calidad de vida

Hoy, ya no hay que salvar al soldado Ryan. Hay que salvar a la clase media si queremos mantener nuestra democracia y calidad de vida. En la Plataforma Tierra se está desarrollando un interesante debate al respecto.

Me estoy refiriendo a contribuciones, entre otros, de José Maria Sumpsi sobre la focalización de las ayudas de la PAC, de Ignacio Atance Muñiz (entre otros) sobre cuantos agricultores hay en España, de Francesc Reguant sobre “Las subvenciones agrícolas como herramienta de equilibrio y estímulo” o la última mía en la que insisto en que “la futura Ley de la Agricultura Familiar merece reflexión”[6].

Todo esto gira en torno a uno de los nuevos mantras que está muy presente en los documentos europeos, el que “las ayudas deben ir realmente a quien las necesitan”, dejando para el debate comunitario, pero sobre todo nacional, la respuesta a la pregunta básica y primaria. ¿Quiénes son estos agricultores que las necesitan?”.

El tema central es que tiene sentido ayudar a las explotaciones comerciales y profesionales de talla pequeña y mediana a participar de la agricultura 4.0 que ya está aquí, para acompañarlas en la necesaria transición agroecológica que ya ha empezado. Las grandes explotaciones disfrutan ya, de manera creciente, de estas economías de escala.