Vaya por delante que no soy un heterodoxo. Creo en la estabilidad fiscal y en que el déficit tiene que estar bajo control. Evitar situaciones de crisis de nuestra deuda soberana, cumplir con las reglas de los clubes a los que pertenecemos, y contar con colchón cuando las cosas vienen mal dadas y el presupuesto tiene que dar cabida a aumentos de gasto y rebajas fiscales, exige acercarse al equilibrio presupuestario o incluso situarse en superávit en los momentos en los que la economía va bien. Desde hace años me sitúo entre los que demandan que el déficit estructural sea similar al de países como Alemania o Países Bajos, que piden un plan de consolidación fiscal a medio plazo y que reclaman desplegar toda la pedagogía posible para explicar a los ciudadanos la dimensión del problema y sus causas inmediatas. Este bagaje debería darme cierta credibilidad al sostener que las últimas semanas ha proliferado un alarmismo escasamente fundamentado y lecturas erróneas de los parámetros fiscales de España; en particular sobre la deuda pública.

En primer lugar, muchos comentaristas se están refiriendo a la cifra absoluta de deuda, hoy ligeramente por encima de 1,5 billones de euros. Una cifra astronómica y difícil de digerir, una cifra perfecta para amedrentar. No tiene sentido. Toda la literatura solvente sobre las condiciones de sostenibilidad de la deuda pública y las propias reglas fiscales europeas, hoy en pausa, se refieren a la ratio de deuda sobre el PIB. Ese es el parámetro relevante. Olvidémonos de las cifras en valor absoluto.

Al cierre de 2022, España se situó en 113%, muy cerca de Bélgica (105%), Francia (112%) Portugal (114%); y claramente por debajo de Italia (144%) y Grecia (171%). Es verdad que el resto de los países de la UE-27 se sitúan por debajo del 80%, salvo Chipre. Pero estos grupos son similares a los que existían antes de la pandemia. Lo que ha ocurrido es que la práctica totalidad de países ha dado un salto en sus ratios, por culpa de los abultados (y necesarios) déficits de 2020 y 2021.

Todo apunta a que esta simetría en los niveles de deuda va a impulsar otra asimetría en el diseño y aplicación de las nuevas reglas fiscales europeas que se aprobarán en breve. Cierto que Alemania está presionando para que esa revisión no se traduzca en una laxitud excesiva. Pero es descartable que nos vayan a pedir que nos situemos por debajo del 60% en 2030, vamos a tener mucho más tiempo y eso facilita enormemente la metabolización de la deuda.

De hecho, si el crecimiento medio del PIB nominal en la próxima década es razonablemente elevado, pongamos del 4% anual, el ajuste probablemente ni siquiera requerirá alcanzar superávits y reducir la deuda en valor absoluto. Sería suficiente con eliminar el déficit estructural y aproximarnos al equilibrio presupuestario. Es la magia de la capitalización compuesta. Por ejemplo, si a partir de 2023 desapareciese el déficit en España y se mantiene ese crecimiento medio del PIB, sin reducir un solo euro de deuda, renovando títulos conforme vayan venciendo, en 2038 estaríamos por debajo del 60%. Y si en vez del 4% se alcanza el 5%, la frontera se cruzaría ya en 2034.

En definitiva, no es la deuda acumulada y su devolución lo que nos debe preocupar y ocupar en los debates públicos y privados. Con el apoyo del Banco Central Europeo y la Comisión, podemos descartar tormentas como las vividas hace una década, consecuencia de la Gran Recesión y las medicinas recetadas entonces. La atención y nuestras prioridades deben de estar en cumplir con las nuevas reglas fiscales y las recomendaciones de la Unión Europea; y en eliminar de forma sostenida, pero firme, el déficit estructural que nos acompaña desde hace tanto tiempo.

Y eso nos lleva a la necesidad de implementar una reforma tributaria en profundidad, a seguir reduciendo economía sumergida y fraude, a eliminar gasto público corriente superfluo y escasa rentabilidad social y a evitar inversiones poco razonables y que requerirán gasto corriente futuro. Tenemos muchos deberes pendientes. Algunos urgentes y difíciles. Pero evitemos el alarmismo y el desenfoque en el debate público.