Catalunya, país de turismo y de cerdos

- Rat Gasol
- Barcelona. Martes, 30 de diciembre de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 4 minutos
Durante décadas, Catalunya fue un referente industrial en el sur de Europa. Un país capaz de transformar materia prima, de exportar productos de alto valor añadido y de construir un tejido empresarial plural, arraigado y con vocación de futuro. La industria no era tan solo un sector económico: era una manera de entender el progreso, el trabajo y la cohesión social. Hoy, sin embargo, el relato que sostiene nuestro modelo económico se ha ido adelgazando hasta quedar reducido a dos pilares que acumulan volumen, pero generan cada vez más dudas: el turismo masivo y la ganadería porcina intensiva.
En ningún caso se trata de demonizar sectores concretos ni de negar su contribución al conjunto del país. Se trata de plantear una pregunta incómoda, pero imprescindible: ¿es este el rumbo que queremos para Catalunya? Y, aún más relevante, ¿es un modelo capaz de generar prosperidad real, sostenibilidad y calidad de vida a medio y largo plazo?
El turismo se ha convertido en el gran argumento comodín. Ante cualquier crítica sobre precariedad laboral, pérdida de productividad o falta de un horizonte económico sólido, aparece la misma respuesta: el turismo genera riqueza. Y es cierto que genera actividad. Según el IDESCAT, en el informe El peso del turismo en la economía catalana. Año 2023, publicado en 2024, el sector turístico aporta entre el 11,6% y el 12% del PIB catalán si se tienen en cuenta los efectos directos e indirectos. El dato es significativo. Pero no es suficiente.
La misma fuente evidencia que el turismo concentra una ocupación altamente estacional, con un peso muy elevado de contratos temporales y salarios claramente inferiores a la media catalana, especialmente en hostelería y restauración. El INE, a través de la Cuenta Satélite del Turismo de España 2024, refuerza esta lectura señalando la baja productividad relativa del sector y su dependencia de un modelo de trabajo intensivo en mano de obra y de limitada intensidad competencial. Es decir, el turismo genera volumen, pero no estructura carreras profesionales ni fija talento
No se trata de demonizar sectores ni de negar su contribución, sino de plantear una pregunta incómoda: ¿es este el rumbo que queremos para Catalunya?
Mientras tanto, las externalidades se acumulan. La presión sobre la vivienda, la transformación del comercio de proximidad en un monocultivo orientado al visitante, la saturación del espacio público y la progresiva desaparición del catalán como lengua de uso habitual en muchos entornos urbanos no son efectos secundarios inevitables. Son consecuencias directas de un modelo que ha priorizado el número de visitantes por encima de la calidad del desarrollo económico. Una economía que gira alrededor del visitante acaba desplazando al residente, y un país que vive pensando en quien viene de fuera corre el riesgo de olvidarse de quien, en realidad, vive allí.
La otra gran pata del modelo, a menudo menos presente en el debate metropolitano, pero igualmente estructural, es la ganadería porcina intensiva. Catalunya se ha consolidado como la potencia en producción de cerdo por excelencia. Según el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, en el informe El sector porcino en cifras. Principales indicadores económicos y productivos 2024, el porcino continúa representando alrededor del 40% de la producción ganadera del Estado, con una concentración territorial especialmente elevada en Catalunya.
De nuevo, el problema no es la cifra en sí misma, sino el coste oculto que arrastra. La Agencia Catalana del Agua, en el Informe de seguimiento del Plan de gestión 2022–2027 publicado en 2024, alerta de que más del 40% de las masas de agua subterráneas del país superan los límites de nitratos establecidos por la normativa europea, con una vinculación directa a la concentración de ganadería intensiva. Catalunya exporta carne, pero compromete un recurso estratégico como el agua e hipoteca el futuro del territorio.
A esto se añade un modelo altamente concentrado, donde los márgenes y el poder de decisión se desplazan hacia grandes grupos integradores, mientras el territorio asume el impacto ambiental, la presión sobre los servicios y una dependencia económica difícil de revertir. Producir mucho no es sinónimo de producir bien. Y, menos aún, de construir un tejido económico diverso y resiliente.
Sin un cambio de rumbo, no estamos ante un modelo económico, sino ante una renuncia colectiva disfrazada de pragmatismo
El turismo masivo y la porcicultura intensiva comparten una misma lógica: crecimiento acelerado, rentabilidad inmediata y traslado de los costes al conjunto del territorio. Funcionan mientras el contexto acompaña. Pero son sectores fuertemente vulnerables a los cambios estructurales. La pandemia evidenció hasta qué punto una economía excesivamente dependiente del turismo puede colapsar en cuestión de semanas. La crisis climática, con sequías persistentes, compromete la viabilidad a largo plazo de un modelo ganadero intensivo en consumo de agua y generación de residuos.
El problema de fondo no es que estos sectores existan, sino que se hayan acabado situando en el centro del sistema económico en ausencia de una alternativa sólida. Y aquí los datos vuelven a ser elocuentes. Según Eurostat, a través de la base National accounts aggregates by industry (nama_10_a64), actualizada en 2024 con datos provisionales de 2023, el peso de la industria manufacturera en Catalunya se sitúa en torno al 16% del PIB, claramente por debajo de regiones europeas comparables como Baden-Württemberg o Lombardía, que superan el 20%. Esta diferencia no es anecdótica: se traduce en menos empleo cualificado, menor productividad y una capacidad de innovación más débil.
La pérdida de musculatura industrial no ha sido compensada por una apuesta decidida por sectores de alto valor añadido, sino por actividades intensivas en suelo, recursos naturales y mano de obra barata. Catalunya no puede competir en precio, ni en salarios precarios, ni en explotación del territorio. Pretenderlo es condenarnos a una dinámica regresiva que erosiona el bienestar, la cohesión social y la capacidad de decisión colectiva.
Hay que decirlo sin rodeos: este modelo no construye futuro. Puede sostener estadísticas a corto plazo, pero debilita el tejido productivo, degrada el territorio y rebaja las oportunidades de las generaciones venideras. No es casualidad que los grandes debates actuales —vivienda, precariedad, fuga de talento o despoblación rural— sean inseparables de este esquema de crecimiento.
El turismo masivo y la porcicultura intensiva comparten una misma lógica: crecimiento acelerado, rentabilidad inmediata y traslado de los costes al territorio
Replantear el modelo económico de Catalunya exige algo más que eslóganes y parches. Exige visión, valentía y la voluntad de abandonar la comodidad del “ya nos va bien así”. Requiere apostar por una economía que genere riqueza real, que respete los límites del territorio y que distribuya sus frutos de manera más equitativa. Todo lo que no sea eso es confundir actividad con progreso.
Un país que fundamenta su economía en servir mesas y engordar animales puede sobrevivir, cierto, pero no genera riqueza de calidad ni consolida un futuro competitivo sólido. Quizás ha llegado la hora de asumir que, sin un cambio de rumbo, no estamos ante un modelo económico, sino ante una renuncia colectiva disfrazada de pragmatismo.