En Catalunya, la economía se dibuja con trazo grueso en el área metropolitana de Barcelona, mientras el resto del país se diluye lentamente, como una mancha de agua que borrara los contornos del mapa. Vivimos en una nación cada vez más desequilibrada, donde las oportunidades se concentran y el territorio se fragmenta en silencio. Esta asimetría económica no es fruto del azar, sino consecuencia de una mirada corta, de una planificación centralista y de un modelo que castiga a quien no juega en el tablero de la capital.

Los datos son claros e implacables. Según Idescat, el 72% del PIB catalán se genera en la demarcación de Barcelona, y cerca del 80% de las empresas con más de cincuenta trabajadores tienen su sede o actividad principal en la capital catalana o alrededores. Esta concentración, a menudo envuelta de modernidad y eficiencia, representa en realidad una vulnerabilidad sistémica: crea una economía hipertrofiada y deja el resto del país huérfano de inversión, de talento y de opciones de futuro.

Mientras tanto, las comarcas se adelgazan. Según el Departamento de Territorio, entre 2013 y 2023 más del 60% de los municipios de las comarcas interiores y del Pirineo perdieron población. Y, cuando la gente se marcha, también se desbaratan los proyectos, las empresas y los horizontes. Un pueblo sin jóvenes, sin escuelas, sin comercio, no solo pierde habitantes: pierde musculatura productiva, ve y futuro.

La demarcación de Tarragona es, probablemente, el ejemplo más flagrante de una promesa incumplida. A pesar de disponer de un puerto estratégico, un clúster químico consolidado y un tejido industrial potente, Tarragona sigue reclamando, sin éxito, inversiones estructurales que la desvinculen de la dependencia radial de Barcelona. La conexión ferroviaria del Corredor del Mediterráneo, el acceso sur al puerto o la mejora de las vías interiores permanecen pendientes, mientras la industria, sin apoyo, pierde tracción y talento.

Girona, a menudo identificada con una imagen de prosperidad, esconde una realidad más matizada. Si bien la capital presenta indicadores positivos, muchos municipios del Empordà, la Garrotxa o el Ripollès sufren despoblamiento, precariedad y desinversión. El tren de alta velocidad circula sin detenerse. El peso del turismo genera empleo, sí, pero en gran parte estacional y a menudo en condiciones que no permiten arraigo ni estabilidad. El traspaís gerundense pide ser escuchado, no solo observado.

Y no hablemos de Lleida... Lleida es la gran asignatura pendiente de Catalunya. A pesar de ser clave para la soberanía alimentaria, con una agroindustria potente, la demarcación vive en una precariedad estructural crónica: conexiones ferroviarias deficientes, cobertura digital irregular, fuga de talento joven y déficit mayúsculo de inversiones públicas. Según el Observatorio del Mundo Rural, el 80% de los municipios leridanos tienen menos de 2.000 habitantes. Y muchos de estos no pueden ni siquiera garantizar servicios básicos. Es el corazón agrícola de Catalunya, pero se trata como una periferia sin voz.

Sin embargo, a pesar de todos los agravios, el territorio es también un potente generador de talento, empresa y excelencia.

Desde Osona, Bon Preu Estallido ha construido una de las empresas de distribución más sólidas del país, manteniendo el capital en casa y la raíz territorial como activo estratégico. I Benito Urban, referente en mobiliario urbano e iluminación, llega además de 50 países sin moverse del territorio.

En Sant Joan les Fonts, Noel Alimentària ha crecido con vocación internacional, rigor industrial e innovación. Desde Sils, Kave Home ha revolucionado el diseño de mobiliario, posicionando en el mercado global con sede en Girona y producción diversificada pero arraigada. También en Viladrau, Licuados Vegetals, creadora de marcas como YOSOY y Almendrola, lidera la producción de bebidas vegetales en Europa, con una apuesta clara por la sostenibilidad y la innovación. Y en la Garrotxa, La Fageda sigue siendo un referente de compromiso social, sostenibilidad y calidad, integrando personas vulnerables en un proyecto económico real y viable.

Lleida, por su parte, aporta nombres de gran impacto. BonÀrea Agrupa, con sede en Guissona, es probablemente el caso más paradigmático: un modelo cooperativo, integrado e innovador que genera miles de puestos de trabajo y rompe la lógica radial con una apuesta decidida por el territorio. Y Nufri, especializada en agricultura y fruta, hoy ya gestiona 800.000 toneladas anuales, con cerca de 2.000 trabajadores y 400 campesinos asociados.

Son nombres que no siempre salen en los grandes titulares, pero que sostienen el país con una solidez admirable.

También en el ámbito del conocimiento, el latido está vivo lejos de la capital. La Universidad de Lleida, la de Girona y Rovira i Virgili, junto con centros como Eurecat Reus, el CTFC en Solsona o el IRTA en Amposta, generan ciencia, investigación e innovación orientada al territorio, pensada en clave local pero con impacto global.

El talento está. Lo que falta es creer, y creérselo.

La marca Barcelona, indiscutiblemente motor económico y cultural, también ha ocurrido una especie de sombra alargada que lo eclipsa todo. El relato institucional y empresarial gira en torno a la capital, mientras el resto del país se difumina. Ferias, congresos, inversiones estratégicas y decisiones políticas se concentran en un radio de treinta kilómetros, mientras las carreteras secundarias se llenan de silencios. Así se configura una Catalunya a dos velocidades: una que acelera, y otra que resiste.

Además, hay una grave ausencia de política pública con mirada territorial. No hay incentivos fiscales atractivos para las empresas que se establecen fuera del área metropolitana. No hay una estrategia clara para generar empleo más allá del litoral. Y el despliegue de servicios públicos sigue respondiendo a lógicas centralistas.

En este contexto, el talento joven es una pieza clave. Un chico de Tremp, una chica de Falset o un estudiante de Cervera que quieren progresar a menudo se ven obligados a marcharse. Este exilio silencioso erosiona el arraigo y condena las comarcas a un vacío estructural que ni el turismo ni el relato romántico pueden compensar.

Esta realidad contradice cualquier discurso de sostenibilidad. Un país que concentra la riqueza y la toma de decisiones en un único eje no solo es injusto, sino profundamente ineficiente. La pandemia lo evidenció: la fragilidad de las grandes aglomeraciones es estructural. A pesar de eso, no hay prisa para reequilibrar. Se habla mucho de equidad, pero se practica bien poca.

Catalunya necesita una nueva mirada. Una que entienda el reequilibrio territorial no como una concesión, sino como una obligación estratégica. Que apueste por infraestructuras útiles, servicios descentralizados, una fiscalidad inteligente y una economía con raíz, no solo con escala. Y, sobre todo y por encima de todo, que entienda que cada comarca es una oportunidad.

Una nación que vive de espalda a su territorio, vive de espalda a su futuro.