La inteligencia artificial (IA) llegó para quedarse, y con ella llegaron también las primeras facturas. No hablamos de las suscripciones a servicios de IA, ni de los sueldos de los ingenieros que las entrenan, sino de una factura que todos vamos a pagar, incluso sin saberlo: la del consumo energético y la infraestructura necesaria para que esta tecnología funcione.
Porque cada vez que alguien escribe en un chat con IA, no se enciende una simple lamparita; levanta un edificio entero de servidores que trabajan día y noche, tragando electricidad como si fuera agua en el desierto. Y cada segundo que pasa, ese edificio se agranda. Ahora bien, ¿cuánto cuesta todo eso? ¿Quién lo va a pagar? ¿Y por qué, a pesar de todo, la IA sigue siendo una inversión rentable?
Para entenderlo, pensemos en algo simple: una consulta a una IA como ChatGPT puede consumir hasta cinco veces más electricidad que una búsqueda web común. No es porque esté jugando al ajedrez, sino porque, a diferencia de una búsqueda que se resuelve con una sola acción, una IA de este tipo vuelve a leer todo lo que le dijiste antes.
Es como si para responderte un mensaje volviera a leer toda la novela. Y cuanto más largo este intercambio, más caro sale cada nuevo párrafo. En términos técnicos, esto se llama “escalamiento cuadrático”, pero en plata suena más claro: cada mensaje adicional cuesta varias veces más que el anterior.
Este mecanismo hace que mantener conversaciones extensas con IA tenga un costo acumulativo. Las empresas necesitan centros de datos con miles de computadoras funcionando a toda hora. Esos centros de datos no son gratuitos: cuestan millones de dólares en construcción, mantenimiento, refrigeración y sobre todo electricidad.
Las estimaciones más conservadoras dicen que, de seguir así, para 2030 los centros de datos usarán cerca del 8% de toda la electricidad de Estados Unidos. Esto no es una exageración: ya compran plantas de energía directamente o firman contratos con proveedores para asegurarse suministro exclusivo. En otras palabras, la IA no se alimenta de bits, se alimenta de energía, y eso cuesta dinero real.
Pero la paradoja es que esta misma tecnología, que genera una demanda energética inmensa, también es la herramienta más poderosa para reducirla. Y ahí entra el pan bajo el brazo. Porque la IA no solamente genera consumo, también puede optimizarlo.
Puede rediseñar redes eléctricas, prever máximos de demanda, ajustar producción en tiempo real y eliminar desperdicio energético en industrias enteras. Puede, en resumen, hacer que el sistema eléctrico sea mucho más eficiente. Lo que hoy parece un monstruo devorador de energía se convertirá en el ingeniero que tapa las pérdidas, reorganiza los cables y evita apagones.
Esto también aplica al dinero. Es cierto que entrenar y mantener modelos como los actuales cuesta cientos de millones de dólares. Pero una vez entrenados, su capacidad para reemplazar tareas humanas, automatizar flujos de trabajo, escribir código, revisar contratos, redactar informes o diagnosticar imágenes médicas, hace que esa inversión se recupere rápidamente.
No hay que pensar en estos modelos como empleados caros, sino como fábricas mentales que nunca duermen, y que, una vez montadas, producen valor sin descanso. El costo de operar estos modelos, incluso siendo elevado, palidece frente a los costos que eliminan.
Imaginemos una ciudad que construye una autopista carísima. La gente se queja: es muy cara, ocupa mucho espacio, cambia el paisaje. Pero en pocos años, esa autopista ahorra miles de horas de transporte, conecta zonas antes aisladas, permite que los bienes circulen más rápido, y reduce el desgaste de las calles viejas. Así funciona la IA. La inversión inicial es alta, y el costo de mantenimiento también lo es, pero el rendimiento que genera en los sistemas que toca la transforma en una inversión neta positiva.
Eso sí, el modelo económico detrás de este crecimiento tiene sus propios problemas. Hoy, las empresas que proveen IA multiplican su infraestructura para soportar esta nueva demanda, y eso significa desembolsos de capital. Comprar servidores, adquirir terrenos para construir data centers, conseguir acuerdos energéticos a largo plazo.
Es un movimiento que requiere liquidez, confianza del mercado y acceso a financiamiento barato. No todas las empresas pueden hacerlo. Por eso, este tipo de IA está quedando en manos de pocos jugadores globales con músculo financiero y acceso preferencial a energía. En este sentido, la IA no solamente cambia cómo se trabaja: también está reconfigurando quién tiene el control del sistema productivo.
En términos de precios, este costo energético no es simbólico. Se traslada al precio de los servicios, al valor de las acciones de las empresas involucradas y al diseño de las políticas públicas. Si una empresa de IA consume tanta electricidad como una ciudad, alguien tiene que decidir si esa energía vale más en una consulta de chat o en un hospital. Y aunque esa decisión no se discuta públicamente, ya se está tomando. Lo que está en juego no es solamente quién se beneficia, sino quién paga la cuenta cuando la IA se convierte en infraestructura crítica.
En suma, la IA es costosa, en energía, en dinero y en materiales. Pero es también la misma herramienta que resuelva esos problemas si se la aplica con inteligencia. Es un sistema que se autocorrige y afina sus instrumentos. El verdadero desafío es no confundir gasto con derroche. Porque si se la usa con estrategia, la IA devuelve en eficiencia mucho más de lo que gasta en operación. La pregunta no es si cuesta, sino si sabemos cómo cobrarle el valor que puede generar.
Las cosas como son