Hubo un tiempo en que la Unión Soviética soñó con la autosuficiencia tecnológica. A mediados del siglo XX, mientras el mundo se dividía en dos bloques enfrentados, los soviéticos comprendieron que la superioridad militar y económica pasaría por los circuitos. Microchips, semiconductores, sistemas de computación: todo lo que hoy damos por sentado ya entonces era visto como clave para el futuro. La URSS invirtió para desarrollar su propia industria de microelectrónica. Creó fábricas, institutos y laboratorios. Produjo millones de circuitos integrados en plantas como Micron, en Zelenograd.

Pero hacia los años ochenta, entre el estancamiento económico interno, el aislamiento del bloque comunista y los embargos tecnológicos de Occidente, todo quedó obsoleto. Las tecnologías avanzaban rápido fuera de la Cortina de Hierro, y la industria soviética, cerrada sobre sí misma, copió diseños occidentales por ingeniería inversa. Se fabricaban chips que ya llegaban tarde, y peor aún, cada generación de retraso hacía que el siguiente paso fuera aún más difícil de alcanzar.

Cuando la Unión Soviética colapsó, en 1991, también se derrumbó el sistema que sostenía aquella infraestructura. Muchas fábricas estratégicas quedaron fuera del territorio ruso. Las que quedaron, enfrentaron la llegada de productos extranjeros más baratos, más modernos y más eficientes. En poco tiempo, la producción local se desplomó. Rusia pasó de ser una potencia industrial cerrada a depender completamente de las importaciones. Durante dos décadas, compraron todos los chips del extranjero. La industria doméstica, en los hechos, desapareció.

Hubo algunos intentos de resucitarla. Algunas fábricas se modernizaron un poco con ayuda extranjera. Se diseñaron chips nacionales como los Elbrus o los Baikal. Pero había un problema insalvable: Rusia no tenía fundiciones propias para fabricar esos chips. Todo se mandaba a Taiwán, a TSMC, que tenía la capacidad de fabricar con la tecnología más avanzada. Incluso con talento propio, con diseños razonables, con voluntad política, los rusos no podían producir lo que diseñaban sin la ayuda externa. Era una ilusión de autonomía. Y esa ilusión se rompió por completo cuando comenzó la guerra en Ucrania.

Las sanciones internacionales cerraron el acceso a chips, a software, a equipamiento. Se cortó la relación con TSMC, con Intel, con AMD. Y de pronto, Rusia se quedó con planos en la mano, pero sin forma de llevarlos al silicio. Los chips que alimentaban desde computadoras hasta misiles desaparecieron de los canales formales. La desesperación llegó al punto en que se canibalizaron electrodomésticos: técnicos desarmaban lavavajillas y refrigeradores para recuperar chips y usarlos en el ejército. Algunos vehículos militares capturados tenían adentro componentes civiles, sin protección, sin calibración, sin diseño militar. Los autos que salían de las fábricas rusas dejaron de tener airbags o frenos ABS. Era un país de científicos sin herramientas.

Incluso las voces más influyentes del poder ruso admitieron lo obvio: no se puede reemplazar todo. No se puede ser autosuficiente de verdad en un ecosistema global de tecnología tan sofisticado. Y aunque muchos creyeron que China llenaría ese vacío, la realidad es más compleja. Sí, China se convirtió en el salvavidas de Rusia. Aumentaron las exportaciones chinas de semiconductores, tanto legales como ilegales. Hong Kong se volvió un canal central. Se reexportaron componentes fabricados con tecnología occidental, escondidos entre transacciones grises. Pero no todo lo que brilla es oro.

Muchos de esos chips eran de baja calidad, pensados para electrodomésticos o juguetes, no para sistemas avanzados de armas. Otros venían con demoras o con precios inflados. Y lo más importante: China, pese a su desarrollo impresionante, no domina aún los nodos más avanzados de la industria. En las gamas altas, las que se usan en inteligencia artificial, en radares, en armas hipersónicas, China sigue lejos de Estados Unidos, Taiwán, Corea del Sur y Países Bajos. Incluso si quisiera reemplazar por completo a Occidente, no podría. Y si se aplicaran las mismas restricciones que hoy sufre Rusia, el impacto sería más profundo.

El mundo entendió algo: no se trata solo de chips. Se trata de quién controla los procesos, el equipamiento, los materiales y el software que permite diseñarlos. Las herramientas más críticas, como el software de diseño de circuitos o las máquinas para litografía extrema, están en manos de pocos países. Empresas como ASML, que fabrica las máquinas para producir los chips más pequeños del mundo, tienen vetos absolutos sobre a quién venden y a quién no. China puede diseñar sus propios chips, sí, y puede tener ingenieros brillantes. Pero sin acceso al equipamiento, los diseños no se convierten en productos. Es lo que le pasó a Rusia y se repite.

La diferencia es que ahora hay un componente nuevo: la inteligencia artificial. Y ahí el cerco es más cerrado. Si en el mundo de los chips había espacio para producir versiones locales o alternativas, en el caso de los modelos de IA más poderosos, la dependencia es casi total. Los modelos de lenguaje, los sistemas de entrenamiento, las arquitecturas más avanzadas están en manos de Estados Unidos y sus socios.

China puede replicar una parte, pero no tiene acceso al corazón del sistema. Y a diferencia de los chips, que al menos se pueden ver y tocar, la inteligencia artificial es un software con millones de variables ocultas, entrenado en infraestructura de miles de millones de dólares, con años de ventaja y datos que no pueden conseguirse por otros medios. Es un mundo mucho más cerrado, mucho más protegido, mucho más difícil de penetrar. Y el margen para compensar con soluciones nacionales es mucho menor.

Como ya sucedió con científicos de nivel internacional con voluntad política, con recursos, perdió su lugar en la cadena tecnológica global porque se quedó aislado. Creyó que podía prescindir del resto del mundo, pero no comprendió que, en este campo, todo está conectado.

China puede tener más músculo que Rusia, puede tener más dinero, más gente y más fábricas. Pero si se cierran los mismos accesos, el resultado será el mismo. Solamente que será más rápido, más contundente y más irreversible. Porque la tecnología de hoy no es la de los años ochenta, los chips no son lo más avanzado: lo más avanzado es la inteligencia artificial, y ese tren ya salió hace rato. La historia ya la vimos. Sabemos cómo termina. Ahora la pregunta es si alguien en Pekín está mirando el mismo final.

Las cosas como son