Iñaki Urdangarin es lo que en catalán popular denominamos un pobre muchacho. Un pobre muchacho, se dice, para resaltar el poco valor que la inocencia y las buenas intenciones tienen cuando chocan con la fuerza del poder y la naturaleza. La vida de Urdangarin ayuda a entender el peligro y la vulgaridad que se esconde tras los cuentos de hadas que se basan en los complejos de inferioridad y las relaciones públicas.

Nacido en Zumárraga en 1968, el exduque de Palma tenía futuro como vieja gloria del deporte, sobre todo después de casarse con la infanta Cristina. Como héroe del fair play y del sacrificio físico, habría sido un valor para el Estado, es decir, para la Corona. Ahora que es tan fácil recordar que los borbones siempre nos han robado y que no estarían ahí sin Franco, Urdangarin habría dado un barniz de inocencia a la monarquía si hubiera creído en su don, en vez de cambiarlo por unas virtudes postizas.

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El marido de la infanta Cristina creyó demasiado en el discurso de la igualdad, que España utiliza para tapar las diferencias nacionales y que siempre es una hipocresía. Si hubiera entendido que amar a su mujer no lo convertía en aristócrata, si no hubiera caído en el error de pensar que se podía permitir las licencias de la gente que lo rodeaba en las fiestas y en las recepciones, el Estado no lo habría podido utilizar tan fácilmente para hacer su propaganda.

Igual que el periodista que se siente tan importante como el presidente del Gobierno porque a veces come con él, o como el crítico que se cree que tiene el talento del escritor que reseña, Urdangarin olvidó quién era. Si eres un jugador vasco de balonmano que se ha hecho un nombre jugando en el Barça siempre serás un deportista de la periferia. Por más arriba que las relaciones sociales te hayan elevado, no estarás nunca tan cubierto como alguien que tenga generaciones detrás y haya sido educado para mandar desde pequeño.

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Cuando se casó con la infanta Cristina en 1997, Urdangarin fue utilizado para dar una imagen de apertura y libertad a la Corona, en un momento que la democracia podía llegar a convertirla en una institución pasada de moda. Ahora que la unidad de España está en peligro, ha vuelto a ser utilizado; esta vez para limpiar la imagen de la Casa Real y para dar un prestigio populista a la legalidad que intenta deslegitimar el derecho a la autodeterminación de Catalunya.

Su encarcelamiento es a la justicia española, que nunca ha condenado a ningún malo de verdad, lo que los implantes son a las folclóricas. Tiene gracia que se haya producido coincidiendo con la llegada del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez, tan rendido a la buena imagen. Condenado a cinco años y diez meses de prisión por el Tribunal Supremo, Urdangarin tendrá que pasar el calvario solo, en un centro penitenciario de Ávila que el exdirector de la Guardia Civil Luis Roldán ha comparado con Spandau.

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Padre de cuatro hijos, que ahora viven en Suiza con su madre, Urdangarin ha aparecido cada vez más desmejorado en las fotografías que la prensa le robaba entrando y saliendo de los juzgados. El atleta simpático que sedujo a la infanta Cristina con sus músculos de acero y su amor ingenuo y directo se ha ido consumiendo a medida que la perspectiva de acabar en la prisión se le iba haciendo más evidente. Dicen que está en tratamiento psiquiátrico.

Su familia, próxima al PNV, está tan indignada que una hermana ha soltado que si su padre viviera quemaría la Zarzuela. La infanta se siente traicionada por su hermano, el rey Felipe VI, y se ha mantenido firme al lado de Urdangarin. Seguramente su amor de atleta sin luces es el más sincero que ha vivido nunca, y total: querer parecerse a tu entorno puede ser una estupidez, pero tampoco es ningún pecado mortal.

Urdangarin fue una de las estrellas del dream team de Valero Rivera. Antes de casarse con la infanta, ganó seis copas de Europa, dos recopas, cuatro supercopas de Europa y once ligas, entre otros títulos. Mientras entraba en la prisión con una biblia, preguntando si tendría acceso a servicios religiosos, el rey Juan Carlos estaba cazando perdices en la finca de un amigo suyo de Castelló.

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