Me parece que se puede decir que, hasta Jordi Pujol, las familias políticas de la Catalunya moderna oscilaron entre dos pulsiones contrapuestas: imponer una dirección barcelonesa en España a través del rey o una más popular y catalana a través de la república. Prat de la Riba estableció las bases del pujolismo girando el país hacia adentro y vertebrándolo a través de una clase dirigente local. Como le dijo Joan Maragall a Unamuno, Catalunya no tenía fuerza para catalanizar España. Los catalanes a duras penas podían cuidar de ellos mismos. No podían hacer imperialismo sin desangrarse, si primero no se fortalecían con el nacionalismo.

Prat de la Riba hizo mucho trabajo, en este sentido, pero duró muy poco. Después de su muerte, Francesc Cambó devolvió el país a la dialéctica política de siempre hasta que España sufrió la cuarta guerra civil en cien años —la más sanguinaria y autodestructiva de todas. En el fondo, la obra de Prat de la Riba tampoco tenía mucho más recorrido cuando murió. Como ya se vio en tiempo de Pujol, una Catalunya cerrada en ella misma, encadenada a España por un ejército de ocupación puesto de culo a la lengua del país, acaba por ser una Catalunya asfixiante.

A Pujol, el invento le duró más tiempo que a Prat de la Riba porque la invasión de inmigrantes durante el franquismo permitió que el país pudiera respirar a través de fantasías compensatorias hispánicas y multiculturales. El PSC se pensaba que la inmigración avalaría su proyecto de federalizar España. Pero los inmigrantes —franquistas o republicanos— sabían perfectamente que un país ocupado no puede imponer su voluntad en la metrópoli. Por lo tanto, dieron apoyo al modelo pujolista, que abogaba por una Catalunya recluida en el Principat que, ante las batallas intestinas de Madrid, se limitara a dar estabilidad al resto del Estado.

Como las cosas no duran para siempre, y los hombres no se saben estar quietos, el modelo pujolista también colapsó. Primero Miquel Roca, con sus ambiciones de ser ministro, y después Aznar, con sus pulsiones de falangista bajito, debilitaron a Pujol a favor del PSC. Evidentemente, las esperanzas de federalizar España sin tumbar al rey duraron cuatro días, y el mismo PSC liquidó a Pasqual Maragall. A partir de aquí es más fácil de entender por qué Pujol le dijo a Fernández Díaz que él no podía hacer nada para frenar el crecimiento del independentismo.

La represión española y la frivolidad del mundo político catalán quemaron el independentismo, pero también quemaron al régimen del 78, que tenía que superar al franquismo y la guerra civil. Por eso Pedro Sánchez tumbó al presidente Rajoy en una moción de censura que tenía que ser retórica —como siempre habían sido retóricas en España—, y por eso VOX no osa hablar de la inmigración, porque si hablara se vería que los catalanes, vascos y gallegos son ciudadanos de segunda, y que la escandalosa transferencia de riqueza que se ha hecho en Catalunya a favor de la inmigración de origen castellano es insostenible con los marroquíes y latinoamericanos.

Todo eso viene a cuento porque veo que Sílvia Orriols empieza a dar menos miedo que la abstención. Veo que se extiende entre los convergentes la consigna de votarla, y pienso en aquellos tiempos en los que los restaurantes más caros de Barcelona iban llenos de elogios a David Fernández. Ahora Francesc Marco Álvaro dice que la CUP es la peor cosa que le ha pasado al país. Pero yo recuerdo cuando mi amigo Lluís Prenafeta me decía que Fernández era el mejor diputado del Parlament, y Marc Álvaro me aconsejaba que fuera a hablar con los cupaires para descubrir hasta qué punto Junqueras era “mala persona”.

El sistema es malnacido y Orriols empieza a entrar en el momento más delicado de su carrera. Igual que Sánchez, Orriols tiene la posición ganada porque también ha sido traicionada por los antecesores políticos que se suponía que tenían que defender sus valores. Como Sánchez, tiene un desierto a su alrededor, y tiene suficiente con mantenerse fiel a sus ideales más básicos —a hacer como si España fuera una democracia— para ir quemando las imposturas de todos sus opositores. Orriols difícilmente podrá contar, como el presidente español, con una ayuda exterior como la europea —aunque claro, ¿quién quiere hoy la ayuda de Bruselas?

La centralidad de un país ocupado se desarrolla y crece en los márgenes hasta que llega la hora de la liberación

Para evitar acabar como Junqueras o Puigdemont, que intentaron ir tirando desde arriba, lo mejor que puede hacer Orriols es entender que no necesita el poder. Solo necesita mantener la conciencia despierta de la gente, y no dejarse arrastrar por la embestida de la descomposición y de los desesperados que ahora tratan de huir. Todo irá cayendo porque venimos de dos décadas de hacer mucho el imbécil, y las facturas se tienen que pagar. El mejor modelo para Orriols es tener cuanto menos partido mejor, y dejar que sus actitudes y su idea de país —que conectan con el pueblo que sufrió las luchas españolas— se extiendan como se extendieron las consultas por la independencia.

El PSC necesita una oposición nacionalista para imitar la catalanidad hasta los límites del imaginario español y poder dar valor a la casta autonómica que está colocando en las estructuras del Estado. El interés del PSC es invertir el modelo autonómico de los tiempos de CiU y crear un nuevo pujolismo de poca monta que le haga una oposición a medida. Orriols no tiene que hacer oposición al PSC, tiene que hablar al conjunto del país, y no tiene que gastar bajo ningún concepto más de lo que se tiene. El poder es tentador, y no solo por sus manifestaciones más oscuras; todos queremos arreglar a menudo más cosas de las que podríamos.

El PSC quiere arreglar España. Yo no intentaría arreglar la Catalunya autonómica. Me limitaría a favorecer la creación de redes de intereses y de espacios nacionales allí donde los catalanes puedan ser catalanes, con todo lo que eso tiene de vago y, sobre todo, de subversivo, si miramos qué ha pasado en Europa desde el pacto de Westfalia. Orriols no ganará nunca en el terreno de los autonomistas, igual que Sánchez no habría ganado nunca en el terreno del bipartidismo clásico del régimen del 78. Se tiene que dar tiempo al país y aprovechar que, como insinúa Iván Redondo, Madrid ha desangrado Castilla mirando de imponer su ley en la periferia del Estado.

La Catalunya postautonómica todavía no existe, y el éxito de Orriols demuestra que, como ya dijimos en Casablanca hace cinco años, la centralidad de un país ocupado se desarrolla y crece en los márgenes hasta que llega la hora de la liberación.