A los defensores —como servidora— de un mundo donde hay pocas casualidades, y alabado sea el orden y la previsión, no les habrá parecido extraño que, ante la improbable (pero nunca se sabe y etcétera) defenestración de Pedro Sánchez, la mano invisible de la política española haya comenzado a vomitar rumores sobre un posible traspaso de Salvador Illa a la Moncloa. Hace pocos días, en su rendez-vous monástico con Ustrell, el president de la Generalitat se sacudía la voz del demonio, que siempre pide más gloria, afirmando que después de ser Muy Honorable solo tenía ganas de dedicarse a aprender griego clásico (compartimos el deseo, president; lo de ir de filósofos por el mundo sin dominar la lengua madre es una tara francamente grosera) y que se sentía “centrado en el trabajo que se me ha encomendado aquí”. Hay que repasar la entrevista, dicho sea de paso, porque nuestro 133 ha aprendido a pujolear de una manera bastante envidiable.

Contingencias aparte, la posibilidad de un Gobierno presidido por Illa no es ninguna tontería. El análisis político más superficial vendría a justificarlo apelando al ventilador de excrementos que Koldo —y quién sabe si el propio Santos Cerdán— puede continuar alimentando durante las próximas semanas, llevando la legislatura a un clima insoportable que solo podría acabarse extinguiendo el sanchismo. También sería bastante normal que Sánchez acabara eligiendo de sucesor a su fiel lugarteniente en el ministerio de los doctores cuando esta entidad (sin competencias) se convirtió en la casa de la gestión vírica. Pero a un nivel más profundo, este cambio tendría una lógica histórica más interesante. Enric Vila recordaba ayer cómo el Estado siempre llama a la puerta catalana cuando se africaniza demasiado; por mucho anticatalanismo de boquilla que haya en el kilómetro cero, quién sabe si podríamos estar viviendo uno de estos momentos raros.

Por otra parte, la aproximación de personalidades catalanas al entorno madrileño es un factor que ya empezó a gestarse en la isla de Lledoners, cuando Oriol Junqueras vio naufragado el procés y se impuso la meta de sustituir a Convergència como principal interlocutor catalán en Madrit. Todo esto ha cuajado de forma paulatina y puede verse en el desembarco de periodistas catalanes como Miquel Calçada y Sergi Sol en el Consejo de Administración de RTVE o el fichaje de Andreu Mas-Colell como altísimo asesor del Banco de España. También ocurre en la política más institucional, como el hecho de que el alcalde Collboni cogiera el AVE para demostrar a las élites madrileñas que Barcelona es una ciudad mucho más acogedora que la suya (la cosa tiene gracia y tampoco es casual porque, a la hora de profetizar la buena nueva, el alcalde de Barcelona copió el lema de Primàries con el que Jordi Graupera se presentó a las municipales).

Quién sabe si veríamos, por primera vez, a un presidente de España haciendo algo tan temerario como hablar catalán en el Congreso

Toda esta gestualidad, en definitiva, es el caldo a partir del cual uno podría situar Illa muy cerca de la presidencia del Gobierno, un giro que —además, a ojos del socialismo— serviría para acabar imponiendo a los españoles el clima de plurinacionalidad nacional con el que sueña el socialismo (quién sabe si veríamos, por primera vez, a un presidente de España haciendo algo tan temerario como hablar catalán en el Congreso, ante el éxtasis de republicanos y convergentes y la indignación de los ayusistas). Más allá de que esto ocurra o acabe descansando en el cajón de las hipótesis delirantes de este articulista, lo importante aquí es la simple posibilidad del enésimo intento de rescate del magma español por parte de los políticos catalanes, un salvavidas que resulta difícil de asegurar, porque el 1-O (pese a su no aplicación política) acabó de romper la pacificación entre nuestra tribu y el resto del Estado.

En este sentido, creo que el president hace bien en ignorar los cantos de sirena, no solo porque nunca debe darse por muerto a Sánchez, sino porque incluso él mismo —pese a creer en misiones improbables— no acaba de creer en realidades incómodas. Esto, en cierto modo, es uno de los triunfos del soberanismo, ya que, a pesar del intento pacificador de la izquierda estatal, los puentes del autonomismo se han roto por completo; lo certifica que el president, en la entrevista mencionada al inicio, contestara de una manera suficientemente evasiva a la pregunta sobre si se siente español, afirmando solo que lo de ser catalán es una muy buena puerta de abrirse a diversas identidades del mundo. Lo que decíamos; pujolear y guardar la ropa.