Del mismo modo que el debate sobre la posibilidad de fumar en las aulas fue pertinente en su momento (¡y no hace tantos años!), lo es también ahora el del uso de los móviles entre los alumnos. De lo que no se habla tanto, sin embargo, es de un aspecto más de fondo en este debate sobre los móviles de propiedad de los más jóvenes como son las implicaciones a nivel de inversión.

El auge de necesidades creadas en una sociedad digital muchas veces se plantea como si las personas tuviéramos la libertad de escoger sumarnos al carro de la era digital, cuando lo cierto es que todo nos empuja a consumir productos tecnológicos, como los móviles, para no quedar fuera del sistema. Pensemos, por ejemplo, en la obligatoriedad de relacionarse telemáticamente con la Administración pública.

Un consumo de dispositivos inteligentes que está más que presente en las aulas de las universidades también. No es extraño ver alumnos en clase con un smartwatch sincronizado con el smartphone que vibran al unísono; una tablet en la que toman apuntes; y un laptop en el que hacen consultas. Si a todo ello le sumamos la presentación en PowerPoint del profesor, no tendremos que insistir demasiado para demostrar que la atención del estudiante se fragmenta y se dispersa entre una multiplicidad de pantallas y de impactos (de push) que efectivamente empujan la atención en múltiples sentidos fluyendo (el flow) en medio de un magma indiviso de información.

Los defensores de la modernidad y el supuesto progreso nos intentarán convencer de que el uso de dispositivos en la educación es necesario. Y les podemos reconocer una cierta razón. Pero en vez de abanderarnos en defensa de un futuro tecnológico supuestamente esperanzador, pero que nadie conoce del todo, consideremos como mínimo la manera de aprender clásica. Comparemos el actual modelo con la lectio de Aristóteles, que enseñaba a sus alumnos paseando y después contraponía con ellos los diferentes razonamientos en la disputatio. Lo cierto es que si alguna cosa produce este mareo de dispositivos, es precisamente disponer la mente de manera que no se presta plena atención —ahora que está tan de moda el mindfulness— y el principal damnificado es esta capacidad de hablar con razón —razonar—, amiga indispensable del pensamiento crítico y gran ausente en una sociedad algorítmica, donde cada uno acaba recibiendo las noticias y los impactos que van de acuerdo con su manera de pensar preestablecida.

Como sociedad seguimos prefiriendo el consumo creciente de medios, en vez de la inversión en verdaderos objetivos como la educación y el desarrollo humano, que no necesita tantas cosas, tantos dispositivos y tantos recursos como nos puede parecer

Como decíamos, la sociedad digital nos empuja así a elevar nuestros niveles de consumo para no quedar excluidos, y la consecuencia directa de eso es que aquel sueño de algunos economistas del siglo pasado de llegar a un punto de crecimiento económico donde todo el mundo tenga lo suficiente para vivir y no haga falta crecer más, se desvanece; cuanto más crece la economía, más crece nuestro consumo y viceversa.

Esta proliferación de dispositivos implica aumentar el nivel de consumo de las familias y, consecuentemente, reducir la capacidad de inversión. Una inversión que, en este contexto de crecimiento desenfrenado sin objetivo último, se ha convertido en un canal de mera especulación donde el objetivo único es la rentabilidad máxima. Fijémonos, si no, en como cada pocos años surgen burbujas especulativas como las puntocom o la actual de las criptomonedas en las cuales el objetivo fundamental, creo que estaremos de acuerdo, no es financiar algo que creemos que puede contribuir a hacer un bien y obtener una merecida rentabilidad, sino más bien la ávida búsqueda de dónde puedo ganar más a más corto plazo.

El verdadero sentido de la inversión es aquel del investire latino, que significa literalmente 'vestir'. Invertir como una capacidad humana de vestir nuestra desnudez como la característica más evidente de la vulnerabilidad humana. Pensemos, si no, en cómo entendemos justamente la educación de nuestros hijos: no se nos pasaría por la cabeza considerar que lo que pagamos para llevarlos al colegio —por vía directa o vía impositiva— es un acto de consumo, sino algo que contribuye a protegerlos de su vulnerabilidad, creciendo en conocimiento y en humanidad, con el fin de poder vivir plenamente con uno mismo y con los demás.

En el mundo de las inversiones financieras hay cada vez más conciencia sobre la necesidad de orientarlas hacia fines sostenibles. En los últimos años han proliferado vehículos de inversión ESG —el acrónimo en inglés de una orientación ambiental, social y de buen gobierno— o también el faithful investment, que sigue una política conforme a principios religiosos. Pero esta conciencia puede ser insuficiente si como sociedad seguimos prefiriendo la producción y el consumo crecientes de medios como los dispositivos electrónicos a partir de la extracción de recursos finitos, en vez de la inversión en verdaderos objetivos como son la educación y el desarrollo humano, que, tengámoslo presente, no necesita tantas cosas, tantos dispositivos y tantos recursos como nos puede parecer. De hecho, ahora ya no echamos de menos el humo del tabaco en las aulas, pero, curiosamente, hay más humo que nunca.

 

Bernat Sellarès es gerente del Ateneu Universitari Sant Pacià