Hubo un tiempo en que izquierda y derecha se diferenciaban por su visión del control y la libertad como instrumentos para la consecución de la felicidad. Para la izquierda, en muchas lenguas romance también llamada siniestra, ya le estaba bien el control y la intervención en la vida de la gente para garantizar, decían, la mejor consecución de la igualdad, paradigma de la felicidad en su esquema. Fuera del cuadro quedaba, debe ser recordado, el anarquismo.

Por su parte, la derecha, la liberal al menos, entendía el mundo más amable y positivo si la libertad solo tenía su límite en el orden público, y en ese marco mental se pretendía garantizar que el individuo fuese respetuoso con el resto de sus conciudadanos en el uso de la vía pública, en su propiedad privada o en su integridad, de manera que esos fueran los únicos límites a su libertad. Una fórmula que no entienden o no aceptan los jaleadores del rapero que nos ha estado entreteniendo estos días, vaya usted a saber en beneficio de quién o de qué, mientras su letrada defensora ha sido capaz de demostrar, con solo unas cuantas frases, cuánta responsabilidad tenemos los docentes al pasar de curso a un estudiante, desde el parvulario hasta la universidad.

Los tiempos nuevos nos han traído así la paradoja de la seguridad: el vergonzante y alargado silencio de buena parte de la clase política gobernante en un momento en que era imprescindible su apoyo a una policía sin la cual la selva se impondría a la ciudad y, a la postre, a la democracia

Cuando esa izquierda partidaria del control ha conseguido instalarse en el poder y, desde él, controlar los aparatos policiales, lo ha hecho con el mismo grado de autoritarismo que los regímenes que por la derecha también han sido partidarios de ahogar las libertades. En todos ellos el orden y el control son la seña de identidad. Pero ya no es lo mismo. Los tiempos están cambiando, y mucho, cuando la izquierda, aun incorporándose a los engranajes gubernamentales, parece haber abandonado su sacrosanta querencia por el orden. Es obvio que mantiene una inequívoca voluntad de controlar nuestras vidas, de intervenir y afectar nuestros bienes y de poner bajo continua sospecha la iniciativa empresarial, a pesar de ser ésta el centro gravitatorio de la clase media, a su vez única vaca que puede ordeñarse. Pero su contacto con los grupos anarcoides, la comprobación de su calado entre parte del electorado, y la consciencia de que son deudores de movimientos sociales como el del 15-M, les ha hecho mutar, y así, su llegada al poder en un contexto de democracia liberal acaba siendo para ellos una victoria difícil de digerir. ¿Cómo estar a la vez a un lado y a otro de un conflicto social? Tanto más difícil cuando fuera del poder hay todavía más izquierda y aún más intransigente con eso que antaño fue su principal objetivo, el orden.

La comprobación de su dificultad para posicionarse respecto del control social la encontramos en la justificación que han hecho de la violencia desatada por grupos vandálicos (les han llamado “manifestantes”) y el cuestionamiento de un modelo de seguridad ciudadana que ya ahora es extremadamente garantista. Los tiempos nuevos nos han traído así la paradoja de la seguridad: el vergonzante y alargado silencio de buena parte de la clase política gobernante (toda ella autocalificada de izquierda) en un momento en que era imprescindible su apoyo a una policía sin la cual la selva se impondría a la ciudad y, a la postre, a la democracia. Han dejado a su suerte aquellas piezas del organigrama a las cuales hemos concedido el monopolio de la fuerza, que es tanto como decir el espacio material y espiritual en el que podemos jugar a ser libres, aunque muchos ciertamente demuestren que no merecen participar en ese juego. ¿Quizás todavía viven lastrados con la identificación de policía y franquismo? ¿O tal vez ya no son izquierda de orden, sino anarquismo rampante con nómina y coche oficial? ¿Y si todo es puro teatro? Nada ganamos si es teatro, porque para los espectadores no lo es, y el desorden, el caos y el incumplimiento de la norma se replican de forma casi automática con un resultado final que probablemente no nos guste.