Hay un valor del que se habla poco pero que es imprescindible en política y en muchísimas otras cosas de la vida: disciplina. Seguro que a muchos de ustedes esta palabra les sonará antigua, quizás tan antigua como, por ejemplo, la palabra honor. Y tal vez un valor superado. Pero no lo es en absoluto.

Todo un proyecto político, todavía más si es un proyecto político de cambio ―como evidentemente lo es el independentismo―, necesita disciplina; eso es, un conjunto de reglas que hagan posible el funcionamiento y garanticen que toda la organización actúa al mismo tiempo y en el mismo sentido.

El independentismo ―fuerzas políticas, entidades, etcétera― fue durante muchos años un ejemplo de disciplina. Podemos recordar las sucesivas y espectaculares manifestaciones con motivo del Onze de Setembre. Todo el mundo sabía y hacía lo que tenía que hacer. Ni un solo incidente. Ni un solo papel en el suelo.

Ahora el movimiento independentista es un ejemplo de lo contrario. Y es ahora cuando más necesario, más imprescindible, diría que vital, resultaría tener disciplina. Porque aunque transcurridos más de cuatro años del octubre del 2017, muchos sigan sin quererlo ver, en estos momentos de lo que se trata no es de avanzar festivamente hacia una posible independencia como antes. Ahora se trata de gestionar una derrota y sus consecuencias.

El independentismo, y Catalunya en su conjunto, tiene que trabajar con toda la inteligencia e intensidad para, en primer lugar, minimizar los daños y las represalias derivadas de aquella derrota; y en segundo, pero al mismo tiempo, reponerse, reconstruir, fortalecerse. Cuando uno ha fracasado, cuando uno ha caído gravemente, hacen falta más dosis de disciplina todavía.

En estos momentos, de lo que se trata no es de avanzar festivamente hacia una posible independencia como antes. Ahora se trata de gestionar una derrota y sus consecuencias

Pensaba en eso al observar las críticas dispares de diferentes miembros de Junts per Catalunya al discurso del lunes del president Pere Aragonès. Le respondieron, entre otros, los dos máximos dirigentes, Carles Puigdemont y Jordi Sànchez. Uno y otro para hablar, en definitiva, de sí mismos. En el caso de Puigdemont, para reprocharle a Aragonès que lo mencionara a él y a los exiliados en su alocución; en el de Sànchez, porque le invadió la sospecha de que quizás ERC había negociado con el Gobierno el suyo y el resto de indultos.

La vistosa descoordinación que reina en Junts ―podríamos mencionar aquí también, para no movernos del pasado más reciente, la particular manera de hacer de la presidenta del Parlament, Laura Borràs― está causando un daño importante al independentismo, en la medida en que el desorden hace más complicado que se pueda poner nuevamente de pie.

En cambio, ERC, que tiene una historia marcada por las riñas, las escisiones, las corrientes enfrentadas y las disputas, está consiguiendo mantener la disciplina. Y eso, atención, a pesar del brusco volantazo que llevó a cabo en tiempo del 155, cuando pasó de empujar a Puigdemont a declarar unilateralmente la independencia a impulsar el pragmatismo, el diálogo y la pacificación. Se mire como se mire, tiene mucho mérito, un mérito que hay que atribuir a sus máximos dirigentes.

Todo lo contrario ha pasado, decíamos, con el llamado "espacio postconvergente", que ha dado lugar a toda una galaxia de pequeñas opciones, de la cual la más destacada es el PDeCAT, por un lado; y, por el otro, el JxCat, fuerza ampliamente mayoritaria en este ámbito.

Junts per Catalunya, sin embargo, es una reunión de personalidades y grupos escasamente cohesionados. Una serie de materiales sin una argamasa lo suficientemente fuerte para unirlos, empezando por un proyecto y unas directrices estratégicas claras. Aparentemente, ni siquiera hay un análisis y unas conclusiones comunes de lo que fue el procés, en otoño del 2017 y lo que ha sucedido desde entonces.

Es un problema, me imagino, que se explica por la precipitada puesta en marcha del proyecto y, quizás también y entre otras razones, por la aversión explícita por parte de Puigdemont a las jerarquías y estructuras propias de los partidos clásicos. La idea de Puigdemont es más próxima a los movimientos sociales, con aromas asambleístas y un eco libertario.

Sea como sea, por el bien del país, del independentismo, del Govern ―al cual el desbarajuste en JxCat añade inestabilidad― y por el propio bien de Junts, hace falta que progresivamente la formación de Puigdemont y Sànchez deje de ser un batiburrillo y se acabe la ruidosa cacofonía externa. Se precisa orden. Hace falta, es urgente, un poco, o quizás más que un poco, de disciplina. La cuestión es si hay alguien capaz (y dispuesto) a imponerla.