Ayer supimos el estado de la opinión pública española gracias al Barómetro del CIS del 2016. Las respuestas múltiples a la pregunta 7 (“¿Cuál es, a su juicio, el principal problema que existe actualmente en España? ¿Y el segundo? ¿Y el tercero?”) dan como ganador, lógicamente, al paro (78,0%), lo que, sumado al problemas de índole económica (25,1%) y social (11,45), suministra un panorama desolador en materia de bienestar personal y familiar.

En segundo término se presenta la corrupción y el fraude (47,7%) a los que, si añadimos los/las políticos/cas, en general, los partidos y la política (22,2%), da una segunda posición en el rànking de las preocupaciones ciudadanas extremadamente notable, de la cual el resto de preocupaciones permanecen muy lejanas (sólo con un dígito o con puros decimales).

Traducido en el terreno político, estamos en una situación que se ha cronificado si analizamos las series estadísticas, en las que la situación general que afecta a los ciudadanos es percibida como muy mala (empobrecimiento, pérdida de derechos, inseguridad laboral...). La crisis, podríamos decir. Cierto, pero hay algo más notable que la crisis, que no es sólo un padecimiento doméstico. La preocupación por la crisis se agudiza, no sólo por su duración, ya hace nueve años, sino por la incapacidad del sistema político de hacernos salir de ella.

La desconfianza hacia el sistema institucional, los políticos y la política, es una agravante decisivo del estado depresivo de la opinión pública. Esta desconfianza hacia el sistema público no apunta solamente a la incapacidad de los servidores públicos de tener las herramientas que nos permitan salir de este profundo y largo bache que representa la situación actual, sino que vemos que están más preocupados por enriquecerse que por llevarnos a buen puerto.

Lo que favorece la corrupción es la sensación de impunidad

Cuando un político está más preocupado por su enriquecimiento personal y/o de sus círculos privados y partidarios, eso tiene un nombre: corrupción. Y esta lacra que, que en España y Catalunya viene de lejos, atiza la postración actual.

Parecía en determinados momentos que, puesta sobre el tapete determinada corrupción, nos centrábamos en la “vieja” corrupción: asuntos de los años noventa y 2000. Porque sabemos que lo que favorece la corrupción es la sensación de impunidad. Puede haber muchas leyes y no especialmente malas –como sucede aquí–, pero si los mecanismos de respuesta son o inexistentes o ineficaces, la sensación de impunidad reina.

Pues bien: parecería que, puesto en marcha el mecanismo legal de respuesta, esencialmente penal (dado que todos los mecanismos previos estaban desconectados y no por casualidad), la corrupción pararía, cuando menos en las magnitudes en que había operado hasta ahora. Pues no. A pesar de la multitud de procesos, bien ventilados por los medía, el ya significativo número de condenas y la enorme presión pública sobre corruptos y corruptores (todavía floja sobre estos últimos), tenemos corrupción “nueva”, es decir, hechos cometidos cuando ya algunos de los procesos más relevantes estaban en marcha; procesos que afectan a individuos, partidos, entidades y corporaciones ya implicadas, cuando no sujetas a responsabilidad en procesos en marcha.

Hoy tenemos menos jueces, fiscales, policías e inspectores fiscales que en diciembre del 2011

Además de una dosis masiva de jeta en algunos sujetos, públicos o privados, la nueva corrupción se explica, según mi opinión, por dos razones. Por una parte, los métodos corruptivos se han sofisticado y han evolucionado, cuando menos en la apariencia, y en algunos en modus operandi. De la otra, por el hecho que los aparatos de respuesta, que sigan siendo únicamente penales y nada preventivos salvo pocas excepciones, lejos de fortalecerse están disminuidos por el Estado, tanto en medios personales, como materiales y funcionales. Hoy tenemos menos jueces, fiscales, policías e inspectores fiscales que en diciembre del 2011. Eso, obviamente, no es casual. Es más: desde ninguna administración ni partido político ha sido denunciado directa y constantemente como radical elemento fomentador de la corrupción.

Los titulares de nuestro sistema continúan impasibles ante la desvalorización y desconfianza de los ciudadanos, de aquellos a quien dicen servir. Mientras dure, deben pensar, se impone tirar de la rifa, tirar, y tirar...