La noticia es que acaban de expulsar, por racismo, a un negro. Hace hasta gracia. No por racismo de quienes le han expulsado del partido político donde militaba, ay no, eso no, porque estos expurgadores son personas intocables y dignas, puras vestales que, gracias a su condición, saben del tema y por eso se atreven a dictaminar y dictaminan sobre la pureza democrática de las personas que tienen a bien examinar. No, no nos confundamos, éstos no son los racistas. El culpable de racismo parece ser que es el negro, algo no sólo teóricamente posible sino empíricamente demostrable, como veremos a continuación. En Cataluña ya tenemos de todo, antes era la carpa Juanita y ahora incluso un racista negro. Cómo nos envidiarán los demás países que todavía no han llegado a nuestro grado de sofisticación, a la manera de un Malcom X. Dícese que el expulsado es racista o, al menos, cercano a racista, que en esto no hay que ser tiquismiquis. O dicho con las palabras prístinas del acta oficial de decapitación, que le echan por haber difundido a través de las redes sociales “mensajes confusos o abiertos a interpretaciones racistas”. Vamos, que es ambiguo, como esos chicos que no acabas de saber qué qué de qué. El castigado es el conocido activista Anthony Sànchez, que se autodefine como un joven “orgulloso de ser negro, homosexual y catalán” y, al parecer, tuiteaba opiniones incómodas para determinadas personas de su ex partido, Acció per la República. A Sánchez se le recrimina, en concreto, que haya hecho público un encuentro suyo con la concejala de Aliança Catalana Silvia Orriols y que en su Twitter replique a determinadas críticas a la reunión. Es más, para sus ex compañeros de partido, Sànchez manifiesta “simpatía hacia una formación que mantiene un discurso que abre la puerta a la xenofobia y cuestiona en la práctica las bases de la convivencia en paz y entre iguales sin los que no se puede construir una sociedad justa y respetuosa....” Debemos admitir que lo de abrir la puerta es una acusación muy sólida y argumentada: un delito grave, claro y perfectamente tipificado en el antiguo gremio de los porteros y porteras. Cuántas desgracias históricas nos hubiéramos ahorrado si, por ejemplo, madame la concièrge no hubiera abierto la puerta a los colaboracionistas de Vichy. Sin los porteros de Auschwitz quizás los nazis no hubieran llegado tan lejos.

Es una lástima que Acció per la República haya terminado así. De toda nuestra fauna y flora política, era hasta hace cuatro días el micropartido de Junts per Catalunya más interesante y divertido que hubiera parido madre catalana. Una madre por supuesto, feminista y socialmente avanzada. Era admirable lo que ya no podrá ser, que pudieran convivir y trabajar personalidades tan singulares y multiformes, tan heterodoxas, ricas y expansivas, como el escritor y profesor Oriol Izquierdo, y fenómenos políticos como la diputada Aurora Madaula , el expulsado Anthony Sánchez o un Fregoli de la política como el prodigioso Ferran Mascarell, un señor que aunque ya luce setenta tacos es el principal beneficiario del pacto demoníaco de Junts per Catalunya con el PSC en la Diputación de Barcelona. Se ve que la diversidad está bien, pero hasta cierto punto. Y ese punto es el fascismo.

Por supuesto que aquí el término fascismo no tiene nada que ver con Mussolini ni con Hitler, aquí fascismo es un simple espantajo, un insulto que significa sólo “pensamiento con el que estoy violentamente en desacuerdo”. Una descalificación para atacar a una persona por otras razones que no se quieren confesar. ¿O es que no recordamos cómo el independentismo ha sido tildado y al que todavía se le tilda de nazi? ¿Estas son las reglas que hemos incorporado a nuestro juego político? Los Fasci Italiani di combattimento se asemejan a Sílvia Orriols y a su partido de Ripoll como un huevo en una castaña y en Catalunya no hay fascismo ni podrá existir nunca mientras no exista un ejército catalán. Ni el Partido Nacional Fascista del Duce ni el NSDAP habrían vivido sin el calor respectivo de los ejércitos italianos y alemán. Imprescindible. Y parece mentira que debamos recordar hoy, aquí y ahora, que la Falange de Primo de Rivera nunca fue políticamente nada sustantivo hasta la intervención del ejército español africanista. El fascismo es un crimen, no una opinión política. Y para ser un criminal hace falta algo más que insinuaciones, sospechas, puertas abiertas, autoritarismo y conspiraciones de gallinero. Las cazas de brujas son inaceptables en nuestra sociedad con presunción de inocencia. Banalizar al fascismo es decir que el presidente Puigdemont no puede reunirse con un líder de la Liga italiana o que Anthony Sánchez no puede reunirse con quien le dé la gana y, encima, hacerlo público. Que por militar en un determinado partido político una persona sigue teniendo el derecho de tener ideas propias e incluso equivocadas. Sobre todo cuando vemos que las opiniones sobre inmigración de Sànchez son bastante homologables a las que defiende la socialdemocracia danesa.

Que determinadas personas, que por obvias razones, nunca han sufrido ni sufrirán racismo, acusen a un negro de racismo es de una frivolidad colosal. De políticos amateurs y poco experimentados a los que la izquierda más demagógica han logrado intimidar para que compitan por ser más papistas que el Papa, para que exhiban sus complejos y que tienen “la cua de palla”. Cuando algunos medios de comunicación dicen que Junts per Catalunya es ultraderecha es porque le conviene a Pedro Farsánchez, a Joan Tardà y a la actual dirección de Esquerra que pretende borrarlos del mapa. Cuando afirman solemnemente que el independentismo ha despertado a la ultraderecha española y, encima, quieren hacernos responsables de la persecución que sufrimos, está muy claro lo que debemos hacer. Debemos enviarlos, directamente, a tomar por retambufa.