Sabe mal decirlo así, pero lo más trascendental del juicio que comenzará este martes contra los líderes soberanistas no será la sentencia, sino el papel que jugará el Tribunal Supremo para demostrar que se han cometido delitos que objetivamente no se cometieron o que no están previstos en la legislación vigente. Es la justicia española la que paradójicamente se somete al gran juicio.

La instrucción del sumario contra los líderes catalanes encarcelados ha puesto en evidencia suficientes irregularidades como para sospechar que el tribunal que los juzgará a partir del martes no ofrece garantías de imparcialidad. Las declaraciones del presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, y las amistades políticas tan peligrosas del presidente de la sala segunda, Manuel Marchena, llevan a la conclusión de que estamos ante un tribunal de parte y que difícilmente puede esperarse de él una sentencia imparcial.

Ante esto, ha surgido el debate sobre si la estrategia de las defensas debe ser política o estrictamente jurídica. Teniendo en cuenta que la gran batalla, jurídica y política, se librará en Estrasburgo, lo que parece más lógico es plantear el juicio teniendo en cuenta los criterios que suele aplicar el Tribunal de Derechos Humanos, que se limita a verificar si ha habido vulneración de derechos fundamentales y suficientes garantías procesales.

Así que hay que tener presente que el juicio no tiene nada que ver con el derecho a la autodeterminación o la independencia de Catalunya. Se trata de determinar si los hechos concretos por los que se han encarcelado los acusados son constitutivos de delito. El problema al que se enfrentan los acusados no son las leyes españolas, que, en su literalidad, amparan los derechos fundamentales, sino la retorcida interpretación que han querido hacer la fiscalía, la acusación particular formulada por Vox y el juez instructor.

Lo que parece más lógico es plantear el juicio teniendo en cuenta los criterios que suele aplicar el Tribunal de Derechos Humanos

Está claro que estamos ante un juicio político contra un movimiento disidente, pero los argumentos de la disidencia política corresponde defenderlos en un escenario diferente. Todas las iniciativas de protesta están justificadas e incluso son exigibles a todo el que se sienta comprometido con la defensa de los valores democráticos. Ahora bien, lo que cuenta en el juicio no es la razón político-ideológica, sobre la que Estrasburgo no entrará. Así que todo lo que sea desacreditar a priori al tribunal y formular proclamas políticas en la sala solo servirá para distraer la atención de los hechos objetivables, que es donde los acusados tienen más posibilidades de ganar después ante un tribunal verdaderamente independiente.

La prueba es que la acusación de rebelión, que es el invento más grosero que se hizo para poder justificar la jurisdicción del Supremo y los encarcelamientos, cayó a las primeras de cambio en el Tribunal de Schleswig-Holstein, ha provocado la primera discrepancia en el seno del Tribunal Supremo y ha movilizado a los columnistas más beligerantes para asegurar que la sentencia no provoque un ridículo internacional. Alguien tan significado como Luis María Anson ya se ha hecho eco de estas angustias. Citando fuentes jurídicas, escribió en El Mundo que “los tribunales europeos a los que apelarán los encausados difícilmente aceptarán el delito de rebelión y sí, en cambio, la conspiración para la rebelión. Sería lamentable para el prestigio de la justicia española que la europea casara una sentencia de nuestro Tribunal Supremo. No hay que subrayar la gravísima repercusión política que tendría en España".

La sentencia, pues, no está escrita. Hasta ahora, la consigna del “a por ellos” ha dominado todas las iniciativas jurídicas y políticas del Gobierno, de la Fiscalía General del Estado y del Tribunal Supremo, pero cuando se han dado cuenta de que la justicia española también corre riesgos, el gobierno español y el Tribunal Supremo han comenzado a tomar medidas, algunas tan insólitas como la visita del presidente Sánchez al Tribunal de Estrasburgo a proclamar que España es un Estado de derecho.

Esto pone de manifiesto que, desde el punto de vista soberanista, la internacionalización del conflicto en defensa no de la independencia ni la autodeterminación, sino de los derechos civiles de los ciudadanos de Catalunya sigue siendo estratégicamente prioritaria; pero esto habrá que hacerlo lejos de la sala. En el juicio solo contarán los hechos. Habrá, pues, que armarse de paciencia porque ciertamente un juicio centrado en disquisiciones jurídicas será poco romántico, muy aburrido y mediáticamente poco espectacular, pero será la única manera de constatar que en España han dejado de funcionar los mecanismos propios de un Estado de derecho.