El catalanismo político ha tenido siempre un adversario exterior: una idea de la unidad de España, mítica pero simple. En parte, este adversario natural ha sido incentivado por un elemento interior muy perturbador: la falta de unidad política del catalanismo en todas las versiones que se quieran a cada momento histórico.

Catalunya ha tenido líderes carismáticos, pero no ha tenido un movimiento hegemónico constante, a diferencia de otras naciones sin estado. En estas condiciones, las reivindicaciones pacíficas y democráticas son necesarias, pero de ninguna manera son suficientes. Son indeclinables e irrenunciables. Sin embargo les hace falta una forma potente, sin digresiones.

Mientras el catalanismo político, ahora convertido mayoritariamente en independentista, no se agrupe bajo un liderazgo plural, pero con unidad estratégica, el proyecto de la Catalunya que uno quiere —la República—, será débil, sufrirá las sacudidas de la represión y, por encima de todo, será poco realizable.

A opinión mía, solo un liderazgo generoso, valiente, inteligente, no electoralista ni mezquino, podrá abarcar el hito de la unidad, una unidad de acción estratégica que hará mucho más robusto el movimiento, resistirá las contrariedades y amortiguará mucho mejor los golpes de la represión.

Así pues, realismo, perseverancia y unidad. Ni despreciar al adversario que, como algunos —demasiados— están descubriendo, será quizás torpe e incluso desvergonzado, pero, en ningún caso, débil. No es tarea fácil, pero la ciudadanía lo merece y los líderes, para serlo en realidad, tienen que poner en marcha los mecanismos necesarios.