En este ciclo de noticias que nos amargan (mucho) la vida, hoy ha entrado con mucha fuerza el precio de los combustibles y de la energía. La conjunción negativa es perfecta. Perversamente perfecta. Cuando hace un tiempo ya se nos habían acabado los adjetivos relativos al precio récord de la electricidad y eso de que lo que pagábamos por la luz era como las jornadas castelleres (cuándo había jornadas castelleres), que la de aquel día siempre era la mejor de la historia, ahora resulta que lo estamos destrozando (el precio récord). La gente muuuy rica ya no se compra collares de oro de 560 quilates (o más) con brillantes como melones y que les cuelgan hasta los pies (los collares), sino que se pone en la frente una factura de su compañía de electricidad pegada con celo. ¡Eso sí que es poder y lujo de verdad!

Pero es que el precio del kilovatio ya no está solo. En los años 80 del siglo XX, los yonquis atracaban gasolineras para comprarse una dosis. De caballo. Ahora, a finales del primer cuarto del XXI, cuando vas a buscar tu dosis de gasolina, quien te atraca es el pobre trabajador que está en la caja, justo detrás de los chiclés, los caramelos, las chocolatinas y las ofertas extrañas, y que cumple órdenes de quien pone los precios. ¿Y quien pone los precios? Ah, ¡¡¡pues el mercado!!! Que es el mismo ente indefinido que pone los precios del gas, una factura que cuando la recibes, más vale tener a mano un desfibrilador... pero que funcione a pedales, porque si lo enchufas a la corriente, cagada.

La cuestión es que no hace mucho los precios subían por culpa de la COVID. Ahora que ya ha desaparecido, pobrecita, el encarecimiento es por la invasión de Putin. Y una vez Putin, o bien continúe como si no hubiera pasado nada, o bien acabe en el Tribunal de la Haya, no sufra que ya inventaremos otra excusa.

"Oh, es que dependemos de los combustibles fósiles", oímos decir sin cesar. Y los que no entendemos nada (de esto tampoco) pensamos en voz alta, inocentemente: ¿Y aquello de la energía solar, ¿cómo lo tenemos? "No, es que los huertos de placas solares afectan al paisaje". ¡Ah! ¿Y los parques eólicos? "No, los de las montañas también modifican el paisaje y los del mar lo trinchan todo". Porque de las nucleares ni hablar, ¿verdad? "¡No, no, naturalmente!". ¿Entonces, que hacemos? Y es en aquel momento cuando la respuesta a la pregunta da unas curvas argumentales tan incomprensibles como imposibles de seguir. Es una pena que los ignorantes no estemos a la altura.

Y entonces aparece la frase-concepto que lo tiene que solucionar todo: "mientras el precio de la energía y los carburantes aumenta sin descanso, todo el mundo en el sofá de casa mirándoselo sin hacer nada en vez de salir en la calle". Muy bien. ¿Salir a la calle a hacer qué? ¿A manifestarse? ¿Para que el gobierno de turno -el más progresista de la historia o el que sea- haga qué? ¿Cómo se le presiona, con una mani de un día? Ah no, que centenares de miles de personas están dispuestos a salir a las calles de todas las ciudades del país los meses que hagan falta hasta que estas compañías que ganan los millares de millones como quienes come altramuces se den cuenta que están puteando a la gente en exceso y acepten ganar muchos menos porque tener luz es un bien básico. Muy bien, en este caso, perfecto. ¿Y entonces, cuándo dice que empiezan estas manifestaciones? ¿Justo después de que el presidente del gobierno de turno baje los impuestos que pagamos los ciudadanos por la electricidad y los precios sigan subiendo o antes de que nacionalicemos las compañias?

¿Estoy diciendo que no hagamos nada? No. Pregunto si los que dicen que estamos todos callados en el sofá sin hacer nada están dispuestos a salir ellos a la calle los primeros y a quemarlo todo. Simplemente. ¡Y que si es así, adelante!