Los lectores recordaréis el debate que se montó cuando, en los inicios del llamado proceso, la Generalitat organizó aquel ciclo titulado España contra Cataluña. En Madrid pusieron el grito en el cielo. En Barcelona, los columnistas más sufridos publicaron reflexiones graves y solemnes sobre la utilización de la historia y la ética de los académicos. Todo el mundo mojó el churro. El comisario del ciclo, Jaume Sobrequés, quedó afónico de tanto dar explicaciones. El entonces líder de Ciudadanos Jordi Cañas lo regañó a grito pelado en un programa de televisión en nombre de la democracia y la cultura. El espectáculo fue demencial.

Las últimas semanas he pensado en aquel ciclo. Aprovechando que Netflix regala un mes de prueba he visto dos series de éxito de TVE: Isabel y Carlos, el rey emperador. Si alguien no ha entendido que el Estado hace la guerra Cataluña sólo se tiene que sentarse y disfrutar del espectáculo. Yo no había visto nada tan castizo desde la literatura folletinesca del siglo XIX, cuando el General Prim apelaba a las "armas de Castilla" para hacerse querer o para no acabar fusilado como el autonomista filipino José Rizal. Aunque me parece que los guionistas son de origen español, las series han sido dirigidas por catalanes y están interpretadas por un grupo de actores del país. La guerra siempre es una cosa sórdida e ignominiosa.

Dejando de lado la esmerada producción, el hecho más destacable de las dos series es el esfuerzo que los guionistas hacen por evitar mencionar Barcelona y Valencia, y ya no digamos el catalán, en la época de los Borja y de Joan Lluís Vives. En cualquier enciclopedia se explica que Carlos V recibió la noticia que había sido escogido emperador mientras estaba en Barcelona -para ser más precisos en Molins de Rei, en el palacio de los Recasens. También es sabido que fue en Barcelona donde Carlos V preparó su candidatura y decidió buscar marido a Germana de Foix, la viuda de Fernando el Católico, que había dejado embarazada. Eso para no hablar de Joan d'Aldana, el caballero tortosino que capturó a Francisco I a la batalla de Pavia. Me muero por ver cómo se resolverá este episodio.

No había visto nada tan castizo como 'Isabel' y 'Carlos, el rey emperador' desde la literatura folletinesca del siglo XIX
Conste que no soy exigente. No esperaba encontrar el cardenal Margarit aconsejando Fernando el Católico, ni que Joan Lluís Vives saliera al lado de Catalina de Aragón o del canciller Thomas Wolsey, después de desestimar una oferta para impartir clases en Castilla. Dejo de lado los matices y las frases que los guionistas ponen en boca de todo cuánto héroe sobre la necesidad de hacer cumplir la ley o no infringirla. Tampoco me han sorprendido las referencias a la “lengua común”. Las reticencias y la propaganda las daba por descontadas. Lo que no me esperaba es que la identificación entre España y Castilla fuera tan asfixiante. Parece que hayan copiado la simbología de la columna de Colón de la plaza Recoletos de Madrid. ¿Alguien se ha mirado la columna de Barcelona, que en su momento fue la más alta de Europa?

Cada vez me parece más que Jordi Bilbeny tiene razón cuando dice que la historia de España está tergiversada. Si en plena democracia se puede financiar una idea tan castellanizada de los orígenes del Estado, es fácil imaginarse qué podía hacer Madrid cuando la impunidad del poder no tenía límites. Las dos series hacen buenas las acusaciones que, en en el mismo siglo XVI, el escritor renacentista Cristòfor Despuig hizo a los castellanos de apropiarse la historia y las hazañas de los catalanes –empezando por el descubrimiento de América. Quizás sí que al final Cervantes resultará ser un noble catalán que se reía de las fanfarronadas castellanas. Es grotesco que los directores de las dos series, Jordi Frares y Oriol Ferrer, acaben disculpándose en TVE porque en una de las escenas se les ha escapado una iglesia sevillana del siglo XVII, mientras sus guionistas tratan de hacer pasar Zaragoza por la ciudad más importante de la Corona de Aragón.

Cada vez me parece más que Jordi Bilbeny tiene razón cuando dice que la historia de España está tergiversada
Una cosa es que la reina Isabel fuera una mujer sucia y que en la serie esté interpretada por una actriz sexi. O bien que Carlos V aparezca como un joven apuesto cuando en los cuadros tiene esta cara de bobo inexpresivo que lucen las personas que, quizás porque han sufrido estados vegetativos, alargan la mandíbula inferior anhelando un poco de oxígeno. Las licencias poéticas están bien. Pero la historia tendría que guardar una relación mínima con el presente para resultar creíble. Con Isabel y Carlos, el rey emperador la única cosa que se entiende es porque hasta ahora ninguna serie española se ha localizado en Barcelona. O por qué, a diferencia de Quebec y Escocia, Cataluña era hasta hace dos días una nación desconocida en el mundo.

No me extraña que, en el siglo XIX, un periodista tan prudente como Manyé y Flaqué (que Josep Pla decía que escribía con el tricornio de la Guardia Civil en la cabeza) se preguntara: “Se quiere hacer con Cataluña lo que se ha hecho cono Aragón? Se quiere hacer lo que los ingleses han hecho en Irlanda”?. Carlos V tenía una gran virtud. Nunca quiso ganar por 6 a 0 y tenía una tendencia natural a pactar con los enemigos, virtud poco mesetaria que Felipe II abandonó. Desde entonces, desde que la capital se puso en Madrid, la obsesión del Estado español por indentificar-se con Castilla lo ha justificado todo. El Rey Juan Carlos declaró hace poco en una televisión francesa, ebrio de orgullo y admiración: ‘El día antes de morir, Franco me cogió la mano y la única cosa que me pidió fue: “Alteza, preserváis la unidad de España”. Y, si piensas, eso significa muchas cosas. No me dijo haz aquello o ves por alla. No, no, tan sólo me dijo, preserváis la unidad de España.'

¿Y bien, delante de estos atropellos donde están nuestros guardianes de la ética y la imparcialidad?

- ¿Enanito dónde estás?

- ¡En la barriga del buey, donde no llueve ni nieva!