El asedio que el Madrid de las togas y los diarios ha puesto sobre Pedro Sánchez me recuerda cada día más a un artículo que Enric Juliana publicó a finales de 2006 sobre mi biografía de Lluís Companys. El artículo se llamaba, si no recuerdo mal, Flores en la Rabassada y venía a explicar que estaba emergiendo un país nuevo que veía la guerra civil como un episodio histórico y no como un trauma. Con su prudencia habitual, acostumbrada a proyectarse sutilmente en el futuro con insinuaciones más o menos retóricas, Juliana venía a preguntarse cómo afectaría esta ruptura generacional a la estructura de la democracia española.

Catalunya no tardó mucho en notar los efectos de esta superación sentimental y psicológica. El procés de independencia fue un resultado directo del cambio de perspectiva que las generaciones educadas en democracia introdujeron en la política. Para tratar de controlarlo, los partidos intensificaron el feminismo y el antifascismo y se esforzaron en dar un significado de cariz económico a las demandas del país. Pero la verdad es que el éxito fulgurante del independentismo —y la sorpresa que el 1 de Octubre dio a tanta gente bien situada—, tuvo más que ver con las consecuencias de este cambio de relación con el pasado, que con la cháchara políticamente correcta.

La cara de Adolfo Suárez que Sánchez proyecta en los diarios alimenta el espejismo nostálgico de que el presidente podría haber sido una simple pieza de transición del viejo engranaje. Igual que pasó con Artur Mas y Carles Puigdemont, las viejas redes de intereses lo pintan como un líder mafioso y narcisista, que se ha creído demasiado su papel. Pero el problema que el viejo Madrid tiene con el presidente es más profundo que el que tuvo con Suárez o los líderes procesistas. Sánchez puede aguantar por el mismo motivo que Jordi Pujol resistió después de coger la cartera a los socialistas en 1980. Tiene una historia propia y, como Pujol en su momento, es visto como un okupa en el sistema de privilegios establecido por los vencedores de la guerra.

El país será el baluarte del PSOE, igual que antes lo fue de la República y el antifranquismo

Como la mayoría de los electores, Sánchez no habla ni respeta el lenguaje de las viejas glorias nacionales. No se mueve por los mismos miedos, ni las mismas culpas, ni tiene la misma manera de relacionarse con Europa. Sánchez no pactó los acuerdos de la Transición, ni se siente responsable de haber perdido o haber ganado ninguna guerra civil. La épica de los vencedores y el odio a Catalunya que todavía mueve a los propietarios del Estado no le hace ni frío ni calor. No digo que no sangre, si lo pinchan. Pero su resistencia nace de una base sociológica muy fuerte que empezó a emerger en Catalunya y que no tiene nada que ver con nada que los señores del casinillo puedan doblar a través de la propaganda sin empeorar la situación.

Un poco como pasó con Pujol y el caso Banca Catalana, ahora todo el mundo se ve con ánimos de demonizar a Sánchez, pero todo el mundo espera que sean el rey o el espíritu Santo los que resuelvan el problema. Algunos opinadores como López Burniol —que no hace tanto hablaba con simpatía de Podemos— alimentan el ruido de sables, o de togas, con la excusa de evitar una nueva guerra civil. Por suerte, si el bipartidismo de la Transición está muerto es precisamente porque España no tiene bastante para volver a la guerra civil, igual que Europa no tiene fuerza para volver al colonialismo. El régimen del 78 puede exprimir a Catalunya a través del socialismo para ir tirando, o puede descomponerse más deprisa con gobiernos todavía más sectarios, más opacos y más corruptos.

A medida que la guerra civil acabe de perder peso en la memoria colectiva, la democracia española parecerá cada vez más de cartón piedra. La idea de que Sánchez impide volver al bipartidismo de antes del 1 de octubre es tan tramposa como la idea de que Pujol se había inventado Catalunya. La corrupción sale de la sensación de impunidad que dan los privilegios, pero también de la frustración que extienden las derrotas y los castigos permanentes. El chiringuito que Sánchez ha montado dentro del régimen del 78 solo lo puede tumbar la libertad de Catalunya, que es el origen de la crisis de legitimidad que tiene la democracia española. Mientras tanto, el país será el baluarte del PSOE, igual que antes lo fue de la República y el antifranquismo