Si Carles Puigdemont hubiera podido elegir el país dónde ser detenido, seguro que no habría sido Alemania. Y no sólo porque su legislación penal castigue con cadena perpetua el delito de alta traición o el 155 estuviera inspirado en la Constitución germana. A tenor por lo que cuentan desde el Palacio de La Moncloa, los gobiernos alemán y español son de entre todos los europeos los que mayor colaboración judicial se prestan entre ellos.

Dato: en 2016, la delegación de España en Eurojust recibió 27 peticiones alemanas de ayuda judicial, una cifra que sólo igualó Italia. Por su parte, nuestro país pidió ayuda de las autoridades germanas en 17 ocasiones y en todas le fue prestada.

Y, de momento, el Gobierno español ya considera un triunfo que Puigdemont permanezca en prisión preventiva y no en libertad, como hubiera deseado tras ser detenido el domingo cerca de Hamburgo y puesto después a disposición de la justicia alemana.

Con seguridad, Puigdemont será devuelto a España antes de 60 días. Pero lo que no está tan claro es en el delito sobre el que se fundamentará la entrega, ya que hay dudas, también entre los penalistas germanos, sobre si hubo o no violencia, uno de los requisitos que exige la ley alemana para el delito de alta traición, el equivalente al de rebelión en España.

El debate no es menor. De hecho, es un importante escollo que podría dilatar la entrega más allá de los 30 días que calculaban inicialmente en el Gobierno. Si la doble incriminación está absolutamente clara en el caso de la malversación, en el de rebelión hay disputa judicial aquí y allí. Y de resolverse en favor de los intereses del encausado, no sólo pondría en cuestión al Ejecutivo ante Europa, sino al mismísimo Estado de Derecho español, que no es ni el PP, ni Rajoy, sino algo mucho más serio. Tanto como la democracia misma.

Una cosa es que algunos estados contuvieran la crítica ante el 1-O por respeto a “un asunto interno” y otra que empiece a extenderse por algunas cancillerías que España es un país en el que gobiernan los jueces y no los políticos

Si a esta circunstancia sumamos el malestar europeo con la permanencia en prisión incondicional de los Jordis y Junqueras desde hace casi cuatro meses más la decisión de Llarena de encarcelar la semana pasada al resto de líderes del procés, el resultado se puede leer en el durísimo editorial que la revista The Times dedicó a Rajoy hace un par de días. Un texto en el que se acusaba al presidente del Gobierno de "imprudencia, mano dura y un aparente deseo de que una situación difícil sea mucho peor” y le demandaba más diálogo con los adversarios y menos encarcelamientos.

Todo ello demuestra que, a pesar de lo que emiten las terminales mediáticas de la derecha, el Gobierno sigue sin tener ante Europa un relato alternativo al del independentismo sobre la crisis catalana. Una cosa es que algunos estados contuvieran la crítica ante el 1-O por respeto a “un asunto interno” y otra que empiece a extenderse por algunas cancillerías que España es un país en el que gobiernan los jueces y no los políticos, en buena medida porque Rajoy decidió un día judicializar la crisis y hacer dejación de sus funciones.

Y esto nada tiene que ver con el estricto cumplimiento de la ley ni con que los jueces no puedan perseguir —como dijo Torrent— al expresident de la Generalitat, sino con que mientras la Justicia sigue su cauce y depura las más que evidentes responsabilidades penales, la política siga cruzada de brazos y se marche de vacaciones a Sanxenso, que es donde Rajoy piensa descansar los próximos cinco días mientras Catalunya sigue siendo un sindiós y España una subasta pública de la derecha para ver quién se anota en el marcador las decisiones presupuestarias que benefician a los sectores sociales más castigados por la crisis. Y esto sin ser tantas las bondades ni contar aún con la imprescindible venia del PNV para que sean aprobadas. Mal vamos.