Jordi Turull siempre me havía hecho pensar en un armario antiguo y lleno de ropa vieja, de estos que cuando los abres te provocan estornudos y te hacen llorar los ojos. Me impresionaba su aspecto de contable de posguerra con déficit de vitamina D. Era como si viniera de trabajar largas jornadas en Sáncho d'Ávila o en un despacho iluminado por un fosforescente de granja, requemado y lleno de mosquitos muertos.

Últimamente a Turull se le ve mucho más fresco, con la flor del alma espabilada en proceso de desplegarse de forma todavía imprevisible, pero emocionante. Su generación llegó al frente de CDC prematuramente envejecida. Cuándo Pujol se retiró en el 2003, la cultura convergente ya había perdido el pulso de la historia y parecía una masía vieja, de estas que a duras penas sobreviven en las montañas del Vallès o Collserola, aferradas a una tradición gloriosa pero carcomida por el tiempo.

Miembro de la JNC desde 1983, el actual presidente del grupo parlamentario de Junts pel Sí fue concejal en el ayuntamiento de Parets del Vallès entre 1987 y 2003, y cabeza de lista en tres elecciones municipales. Antes de entrar de diputado en el parlamento, fue director general del INCAVOL, presidente de CDC en su comarca, y profesor de políticas sociolaborales en la UAB.

Turull entró en el Parlamento en el 2004, sustituyendo a Duran y Lleida. Aunque había ganado las primarias del Vallès Oriental en varias ocasiones, el partido había preferido colocar candidatos de conveniencia en las listas y él había declinado aceptar ir más abajo. Cuando finalmente consiguió el lugar que le correspondía, quedó a un solo diputado de entrar y tuvo que esperar que el líder de Unió dejara su escaño para ir a Madrid.

Como diputado, vivió la gestación y el fracaso del Estatuto, que en el 2005 ya era un parche miserable en un pantalón viejo de pedigüeño -aunque fuera aprobado con gran euforia por el Parlamento. Portavoz del grupo de CiU a partir de 2010, fue elevado a presidente del grupo en el 2013, y en abril de 2014 fue al congreso español a defender la celebración del 9N, al lado de Joan Herrera y Marta Rovira.

Turull pronunció un discurso sobrio, efectivo, mezclando los conceptos consulta y referéndum de forma inexplicable para cualquiera que no viera venir los trucos de ilusionista que el presidente Mas se sacaría de la manga. Con uno estilo principatino, hortera en la seriedad, pero granítico y honesto en la voluntad, Turull citó a Pau Casals y recordó que el artículo 150.2 de la Constitución permitía que los catalanes pudieran decidir votando, su futuro politico.

"Que nadie se lleve al engaño –acabó diciendo-, el pueblo de Cataluña no se ha metido en un callejón sin salida"

Algunos, incluso dentro de su partido, debieron sonreír. Como muchos catalanes, Turull es un hombre que engaña porque los malos –o los chupapollas que tienen la garganta y las rodillas demasiado irritadas- siempre subestiman la fuerza del amor y de la ingenuidad. Como pasará con los que se creen que el independentismo es una espuma gastronómica, Turull es el típico catalán que los españoles pueden engañar, pero nunca romper, ni comprar ofreciéndole paraísos mahometanos.

Obediente, resiliente y eficaz hasta la exasperación, este verano Turull renunció a dirigir la renovación de la antigua convergencia, después de ver que el presidente Mas se decantaba por la candidatura de Marta Pascal y David Bonvehí. Su candidatura venia de lejos. El portavoz de Junts pel Sí ya había aspirado a convertirse en el hombre fuerte de CDC cuando Oriol Pujol dimitió por el caso de las ITV, pero en aquella ocasión el escogido fue Josep Rull.

Las derrotas se deben abrazar porque nos apartan de los caminos equivocados, y desde que Turull se retiró de la carrera para dirigir Pdecat, habla más distendido. El papel que puedan hacer los mossos d'esquadra en el referéndum que se celebrará después del verano ha dejado de preocuparlo. El censo y los otros 50.000 problemas que parecía que tenían que convertir el 9N en otro 6 de octubre, ya no lo atormentan como hace un par de años.

A pesar de las dudas que infunden Mercè Conesa o Mas, Turull dice que el presidente de la Generalitat es Puigdemont y que el "Referéndum lo haremos y, evidentemente, aplicaremos el resultado". También dice que, si Junts pel Sí no cumple, él y el resto de políticos que hay ahora en primera línea tendrán que cambiar de oficio.

Sobre las famosas estructuras de Estado reconoce que la idea de construir un Estado dentro de otro Estado para evitar el conflicto, era una quimera: "Hasta ahora hacíamos como aquel que ahorra para comprarse el piso antes de casarse; ahora tenemos claro que nos casaremos aunque pasemos estrecheces durante un tiempo" -me dice con esta afición a las metáforas caseras que tienen en Convergencia.

Según Turull, hay que volver a la mentalidad de conflicto que tenía la Catalunya antifranquista. El presidente del grupo parlamentario de Junts pel Sí empieza a hacer metáforas que recuerdan a las de Alfons López Tena cuando le llamaban loco y todavía creía que la independencia era posible.

"De momento –me dice- las supuestas heroicidades que hemos hecho no llegan ni a la sombra de la suela del zapato de las que hizo la generación de mis padres, que es la que aguantó el país durante la dictadura".

Nacido en 1966, Turull es nieto de un campesino y de un cerrajero de Parets del Vallès. Tiene vivo el recuerdo de los miedos y los resentimientos que la guerra civil dejó en su pueblo. También tiene presente los esfuerzos que sus padres hicieron para que él pudiera ir a la universidad, y como la familia se rascaba el bolsillo para sacar adelante proyectos como la Enciclopedia Catalana.

Su padre hizo de taxista y de camionero, antes de entrar de contable en una multinacional del caucho. Él trabajaba y estudiaba y, cogiendo la antorcha del compromiso que había vivido en casa, se dedicaba a hacer pintadas y a bajar banderas españolas como si fuera uno de los chicos de la CUP de ahora.

Me asegura que decidió dedicarse a la política cuando tenía 11 años, en la manifestación por el Estatuto de 1977, en la cual La Vanguardia española tituló: Un millón de gargantas y una sola voz: Autonomía. En un ataque de emotividad, fruto de relacionar la independencia con la historia, me recuerda que cuando Ainaud de Lasarte recogió la medalla de oro de la Generalitat medio ciego y moribundo, recordó a los políticos que el pueblo no les fallaría nunca.

Según Turull, el 9N se celebró para preguntar a los catalanes si hacía falta plantear la independencia, mientras que en el referéndum de septiembre la pregunta será, sencillamente, si Catalunya declara o no la independencia. Ahora mismo, la libertad de su país parece interesarle más que el futuro de su partido, sentimiento que me da la impresión que se empieza a extender y que tiene más que ver con las ganas de echar a España del Cuadrilátero, que con la unidad que reclamaban los memos.

Podría ser que, poco a poco, la bestia catalana se vaya despertando.