Cuando el profesor Josep Maria Terricabras se despidió de sus estudiantes en la Universitat de Girona, en la última clase que les daba en el aula, una noche de mayo del 2014, les pidió dos cosas, muy relevantes, después de haberles agradecido el camino juntos que habían compartido. Una, que siempre, siempre, fueran rigurosos en el pensar. La otra, que pusieran todas sus capacidades en favor de los más débiles. Como muy a menudo en él, por no decir siempre, bajo palabras aparentemente irrelevantes y sin voluntad de ser lapidarias, latía una profundidad fruto de una muy esmerada reflexión y una más aún determinada convicción.

En el momento de su muerte, todavía conmocionados por la triste noticia, la comunidad Terri estamos recordando, y compartiendo, muchos momentos de conversación, muchas lecciones, muchos textos suyos. Es una manera, comprensible, de tenerlo todavía presente, y sobre todo de hacerlo presente, lo que nos hará falta, y mucho, para los tiempos que vienen, cuando él ya no esté físicamente para ayudarnos, como siempre hizo, a pensar y quizás, cuando hemos sido capaces de ello, a hacerlo bien. Ha sido un maestro. Y eso se puede decir de muy pocos. Un maestro indiscutible. Un maestro que, además, cumplía el primer requisito para serlo: no quererlo ser.

Con aquellas palabras con las que interpelaba a sus estudiantes, Terricabras ponía sobre la mesa dos rasgos que identifican su magisterio: la exigencia del rigor para el ejercicio del pensamiento, por un lado, y, por el otro, la aspiración de justicia. Dos interpelaciones que tenían que ir juntas, con la exigencia que atraviesa su filosofía, de reunir teoría y praxis, pensamiento y acción. La prueba del algodón de cualquier filosofía digna: un pensamiento que se aguante, y que no ceda a la tentación frívola de la inconsistencia y, al mismo tiempo, una vida que sea la materialización práctica de este pensamiento. Porque, como ya supo ver Aristóteles, con su lucidez habitual, cuando reflexionaba sobre la acción humana en la Ética nicomáquea, no estudiamos ética para saber qué es la felicidad, sino para vivir una vida feliz. Y en esta identificación de pensamiento riguroso y de vida digna, el profesor Terricabras fue faro y maestro.

Pensamiento riguroso. Quizás una de sus grandes aportaciones filosóficas. Estaba convencido de que lo que define la filosofía y el hacer del filósofo no es tener respuestas para todo. Para eso ya están los tertulianos. Lo que define la filosofía es ayudarnos a pensar, con el rigor necesario, que quiere decir con la atención al matiz más sutil, la solvencia argumentativa y la coherencia del posicionamiento. Lo repitió en todos sus libros. Desde su best-seller, que tendría que ser lectura obligatoria en todos los institutos (Atreveix-te a pensar. La utilitat del pensament rigorós en la vida quotidiana, La Campana, hoy incomprensiblemente agotado, y que necesita una reedición urgente), hasta el último (Pensar diferent, Comanegra). Por eso le gustaban tanto las palabras del Rey Lear: "Te enseñaré diferencias". Contra el despropósito a la brava y el pensamiento sin matices, la sutileza, atributo de la inteligencia. Contra la opacidad y la retórica del hermetismo, la exigencia de claridad.

Si hoy podemos hacer filosofía en catalán, se lo debemos a la tenacidad, la perseverancia y la convicción de gente como Josep Maria Terricabras, que no desfallecieron en momentos en que todo invitaba a hacerlo

Terricabras, con Rubert de Ventós, ha sido el filósofo catalán más relevante de la segunda mitad del siglo XX. Y fue, además, responsable, como pocos, del enderezamiento de la filosofía catalana, desde el pozo de la noche antiintelectual del franquismo, y del vínculo con la generación de la potentísima Escuela de Barcelona que tuvo que pagar con el exilio la derrota de 1939. Si hoy podemos hacer filosofía en catalán, se lo debemos a la tenacidad, la perseverancia y la convicción de gente como él, que no desfallecieron en momentos en que todo invitaba a hacerlo. Y este pensamiento propio, en la lengua del país y arraigado en la tradición filosófica del país, se puso, siempre, al servicio del país y su gente.

Y de aquí la segunda interpelación, profundamente ilustrada, de aquella última lección. El pensamiento al servicio de la justicia, al cual está obligada, por responsabilidad, la filosofía y quien quiera ejercerla sin cinismo. Por eso, porque la realidad es, ante la exigencia de justicia, siempre insatisfactoria, Terri sufría mucho estos últimos años: "Cuanto más avanza, menos me gusta el mundo que me tiene que despedir. Me siento muy incómodo y no creo que sea solo porque me he hecho mayor". Pensaba, a pesar de las cosas buenas de la vida y del presente, que "el horror, las violencias y la inhumanidad que se viven en el mundo de hoy son cada día más insoportables". Sin embargo, ante todo eso, no había, en su actitud, nada de conformismo ni de claudicación, al contrario: seguía reclamando, como siempre, que "esto es justamente lo que falta: grandeza de alma, inteligencia lúcida y crítica". Esta aspiración de justicia lo situó, siempre, al lado de muchas causas en las cuales siempre estuvo, con convicción y sin cálculos tácticos ni de oportunismo, sino con la extrema generosidad que siempre practicaba sin hacer ostentación. Su altura ética y moral latía, todavía más que en la teoría, en su acción práctica y cotidiana. Era, en el mejor sentido del término, una persona buena.

Porque el impulso de justicia seguía siendo el motor de su acción: "Sigo sintiendo la necesidad imperiosa y urgente de un mundo mejor, y lamento que los que realmente podrían hacer algo se entretengan interpretando el mundo y no lo transformen". Y por eso, como una exigencia hoy más necesaria que nunca, recordaba que "nos hace falta espíritu de revuelta". Y él, que nunca usaba una palabra en balde, utilizaba revuelta en su sentido más propio, para referirse a la necesidad de cambiar las condiciones que nos han llevado hasta aquí.

Volveremos a las palabras y al pensamiento del profesor Terricabras cada día. Porque las necesitaremos tanto como nos han servido hasta ahora. Por eso os invito a escucharlo en su maravillosa Lectio ultima, dictada en la Universitat de Girona en noviembre de 2014. Una especie de confesión testamentaria, que hoy, el día después de su muerte, toma otro sentido y una profundidad renovada.

Es difícil no acabar este texto sin recordar que el profesor Terricabras sintió siempre una pasión inalterable por la lengua catalana y por el país, y por esta parte del país entero al cual, como tantos, aspiraba, que era Catalunya. Compartía con Pierre Vilar la convicción de que, en Catalunya, somos "un pasadizo y un refugio", y eso, decía, quiere decir que es "al mismo tiempo abierto y resistente". Este era su programa político para el país, necesario y urgente hoy ante la articulación de una extrema derecha etnicista y xenófoba. Su defensa de las libertades nacionales era, en él, indiscernible de la defensa de los derechos civiles y políticos individuales. Por eso, siempre, desde Òmnium Cultural, también, sentimos a Terricabras muy cerca: como inspirador y como exigencia. Sus palabras, y su apoyo incondicional, estos años, que como me recordaba a menudo están siendo muy difíciles, han sido siempre un estímulo, una guía y una fortaleza.

Te echaremos de menos. Mucho. Descansa en paz, amigo, maestro.