Estos días las redes van llenas de vídeos de la plaza de Sant Pere de Berga. El jueves fue Corpus y, en muchos sitios del país, esta fiesta se vive prácticamente con más euforia que la fiesta mayor. En la Garriga, esto es así. Es placentero, para los que somos creyentes, que la translación a la cultura popular de la veneración de la Eucaristía sea, en nuestro país, un estallido de alegría. La Patum se celebra en Berga, pero basta con ser catalán y haber hecho un mínimo gesto de arraigo para conmoverse con los documentos audiovisuales patumaires que consumimos desde nuestras pantallitas. La Patum, pues, es un estallido de euforia que el país se hace suyo en conjunto. No obstante, siendo esto así, diría que no soy la única que ve saltar, y cantar y bailar la plaza de Sant Pere y siente en el pecho una punzada de dolor. Si soy la única, haré el esfuerzo de explicar el fondo igualmente. Quizás no sea una sensación tan profunda como el dolor, quizás en la conmoción solo esté la incomodidad de conmoverse, ver y vivir algo que no deja indiferente. Quizás solo esté una tristeza discreta, fruto de una frustración. He estado pensando por qué esto puede ser así, en si puede serlo para más catalanes que para una misma y en lo que dice de nosotros.

Mirándonos la catalanidad desde el sentido más deformado de los sentidos de la catalanidad, esta incomodidad podría explicarse por una tendencia al catastrofismo y a un derrotismo intrínseco. Es una expresión de la catalanidad que, personalmente, me disgusta y me parece injusta. Todavía tenemos que aspirar a ser lo bastante soberanos como para convertirnos en lo que queramos, para explicarnos lo que somos sin interferencias. Este catastrofismo choca con esta aspiración a la libertad y con la voluntad de no ser lo que la represión ha hecho y quiere que seamos. Es una manera de ser y de hacer que se explica por las circunstancias históricas en las que todavía vive la catalanidad, pero es una manera de ser y de hacer que nos perjudica. Ser consciente de ella y pretender rehuirla ya puede ser considerado un éxito, pero la inconsciencia tiene la manía de dictar al margen de la voluntad, y a veces el derrotismo vuelve. Ver la plaza de Sant Pere de Berga desde esta óptica todavía puede ser leído como un triunfo, pero como un triunfo que marca un final. El catalán catastrofista que —poco o mucho, nos gobierne o no— la mayoría llevamos dentro, nos dice que el estallido de euforia en cuestión son campanadas a muertos.

El entonar de Els Segadors es memoria viva y reciente de un pueblo al que sus líderes dejaron a los pies de los caballos

La voz del catalán catastrofista se siente amparada por un momento político que no acompaña. Igual que es ilusorio hacer pasar las victorias del Barça por victorias políticas en el sentido más estricto del término —no en el más figurativo—, también lo es hacer pasar la jovialidad de la plaza de Sant Pere por un estado de ánimo generalizado y sostenido de la nación catalana. Una cosa choca con la otra de un modo tan evidente que la punzada de dolor asoma incluso cuando las imágenes son de jolgorio y alborozo. Incluso cuando los vídeos son de una plaza que retumba con el nervio con el que los berguedans entonan el himno de Els Segadors y despliegan esteladas. Este entonar del himno es memoria viva y reciente de un pueblo al que sus líderes dejaron a los pies de los caballos. Quiere ser sinónimo de una nación que resiste los embates de la nación opresora y, al mismo tiempo, se mantiene firme a pesar de la flojera de su clase política. De una clase política, de hecho, que en estos momentos se encuentra atrapada y paralizada. Hay incomodidad, pues, porque el brío del canto y del colectivo se contradice con la expresión estrictamente política —de política de partidos— de quienes, a pesar de todo, tenemos la adscripción nacional catalana. Y porque la vida política del país no deja mucho espacio para la complacencia, a pesar de que uno bregue todos los días, siempre, para recordarse que la catalanidad, como cualquier otra nacionalidad, para quien le quede una pizca de autoestima, puede ser motivo de complacencia.

Quizás esta sea una divagación sentimental compartida, quizás no lo sea y sea solo cosa de quien escribe. Pero lo que sí es compartido es que la Patum genera admiración en cualquiera que tenga el sentimiento nacional moderadamente despierto. A pesar de los esfuerzos por no hacer pasar manzanas por peras, y a pesar de ser conscientes de la seta de unicidad y de euforia que supone, son unas imágenes que, para quien todavía se quiera un poco, a pesar del punto de tristeza, a pesar del punto de incomodidad comprensibles, generan euforia. Es una euforia que, precisamente por cómo somos los catalanes y por cómo nos he intentado describir aquí, es rotundamente inteligible: hay fiesta porque hay autoafirmación. Y la autoafirmación, de hecho, es lo que permite vencer esta manera de ser hacia adentro que da alas a la voz del catalán catastrofista, es lo que permite definirse aun siendo parte de un conflicto nacional que nos pone palos en las ruedas para definirnos y, al mismo tiempo, es lo que permite distanciarse de la actitud de una clase política que no siempre tenemos que sentir como reflejo de lo que somos. De hecho, precisamente si no se quiere asumir que siempre tiene que ser así, quizás convendría votarlos todavía menos. Con todo, la plaza de Sant Pere es una punzada y es una alegría porque es un espacio de libertad que permite explicarnos. La cultura popular siempre produce este efecto, por eso es tan jodidamente importante mantenerla viva y guardar la distancia entre lo que es cultura popular y lo que es folclore; adorar el fuego y no venerar las cenizas, como decía Mahler. Compartida o no, diría que existe divagación sentimental porque en la plaza de Sant Pere, la nación, con sus males y sus virtudes, todavía late. Y una nación que late es una nación que tiene bastantes cosas por hacer.