Cada vez que Sílvia Orriols contrapone los valores de Occidente a la inmigración del Tercer Mundo recuerda a Barcelona y a Madrid que han sido los catalanes, y no los castellanos, los que han evitado la africanización de España. La dibujante Pilarín Vallès, cuando justo empezábamos a saber qué era un burka, allí por el año 2000, me explicó en una entrevista que las primeras mujeres tapadas que había visto eran las extremeñas de Salou. Las abuelas catalanas recordarán la mezcla de pánico y de angustia que los albañiles del sur de España hacían a las señoras del país. O los quinquis aquellos del radiocasete que iban por la calle con la música a todo trapo.
Orriols no habla de nada que sea nuevo, en Catalunya. Habla con otro lenguaje porque el campo de batalla se ha ampliado y porque a todo el mundo le interesa olvidar que el catalanismo ha alcanzado casi todos sus objetivos en España. Ahora parece mentira que Josep Pla hubiera podido escribir, en una serie de artículos dedicados a la literatura europea aprobados por la censura, que los grandes escritores castellanos no participan de la tradición occidental. En unas páginas magníficas de Kaputt, Curzio Malaparte describe a su amigo Agustín de Foxá como una especie de caudillo moro, fanático y supersticioso. Lo escribe convencido de que ha encontrado el molde del español estándar, y no hace ni 80 años de eso.
En España hay mucha gente interesada en olvidar el pasado, pero la historia es tozuda. Madrid llegó a Europa a través de Barcelona y, mientras Catalunya no tenga que hacer fuerza para mantener abierto el paso de los Pirineos, los vencedores de la guerra civil cada vez serán más minoritarios. Hay mucha más diferencia entre el primer Jordi Pujol y el primer Felipe González, o entre Pasqual Maragall y José María Aznar, que entre Pedro Sánchez y cualquier independentista de mi edad. Incluso los bares de Madrid, que eran conocidos por la suciedad que había en el suelo, se han europeizado al estilo de Barcelona. El malestar con las formas expeditivas de Hacienda también se va extendiendo por Castilla.
Catalunya suele ser la última esperanza de la oposición democrática en España
España se ha catalanizado y su reacción contra el referéndum del 1 de octubre la está rasgando por dentro. De entrada parecía que la decepción de los independentistas con sus políticos era una cosa que se podía utilizar para fortalecer la democracia española, pero el truco no acaba de salir. Una democracia sin catalanes, como iba predicando Inés Arrimadas en 2015, es inviable mientras España se oponga al derecho a la autodeterminación. La única democracia viable en la España del 155 es la que Pedro Sánchez miraba de implementar con la colaboración resignada de ERC y Junts, para salvar al PSOE de quedar atrapado entre la izquierda antiliberal y la derecha troglodita.
Sánchez intentaba catalanizar el núcleo del estado para acercarlo al conjunto de la sociedad española, y tener la fiesta en paz, pero ya se ve que no saldrá adelante. El estilo anodino de Sánchez, igual que el de Salvador Illa, es el disfraz que la influencia catalana adopta cuando quiere pasar desapercibida en España. Aznar la intentó adoptar en tiempo de Josep Piqué, pero el bigote lo delataba, y acabó haciendo la apuesta a todo o nada que desencadenó el 1 de octubre. Sánchez no tiene margen para hacer ninguna apuesta fuerte porque está más cerca de Orriols o de Laura Borràs que de Alfonso Guerra y Felipe González.
Sánchez era el líder menos pirotécnico, pero el más trabajador, de los políticos jóvenes que el Estado promocionó para dar una imagen de regeneración en tiempo del procés. Si la corrupción lo tumbara, el relevo natural sería el presidente Illa, que es mayor que él, pero que tampoco participa de la mística africanitzante y antiburguesa de los vencedores de la guerra. Lo que pasa es que Illa es catalán y tiene unos valores demasiado occidentales, incluso a pesar suyo, para la cultura política que domina el núcleo del Estado. Tanto si Sánchez aguanta como si cae, el desencanto con la política que tenía que servir para dominar a Catalunya se irá extendiendo por todo el Estado. El país necesita fortalecer la base identitaria, precisamente para que el viejo africanismo no lo pueda volver a aplastar a través de los pobres instrumentales de turno y los caciques de siempre.
Catalunya suele ser la última esperanza de la oposición democrática en España, y solo hay que ver la cantidad de disidentes que han salido los últimos años, a medida que Sánchez ha flaqueado. Si no tenemos cuidado, el país se convertirá en un campo de batalla de ideales oportunistas con los catalanes de espectadores, como hace un siglo. Los discursos de Orriols recuerdan constantemente este peligro. Pero las lógicas caciquiles de la vieja España africanista trabajan en su contra, igual que trabajan contra Sánchez. A medida que los auténticos dueños de Madrid reconcentren el poder —y que las desigualdades sociales se agudicen a causa de la inteligencia artificial y la inmigración descontrolada—, Catalunya entenderá mejor la obsesión de la alcaldesa de Ripoll por los valores occidentales.