Seguro que, desde hace pocas semanas y por sorpresa vuestra, os habréis encontrado con ciertos catalanes de ordenadísima ética —centrados en política e incluso liberales en economía— diciéndoos que el próximo 21-D votarán la CUP con toda la alegría del mundo. Existe la tentación de afirmar que el voto cupaire será el vertedero airado del cabreo de muchos independentistas, desilusionados con la gestión posterior al 1-O por parte de Junts pel Sí. Eso es cierto sólo parcialmente, pues es evidente que cada día hay más soberanistas abiertamente airados con hechos tan curiosos como que el Govern declarara la independencia y se marchara de fin de semana a ver a la familia, que este últimos días se haya producido una acumulación inaudita de convergentes y de republicanos afirmando que no habían ni soñado con la aplicación real y efectiva del resultado del referéndum y que todavía se nos hable de amenazas violentas del ejército y de Rambo, nunca concretadas, no fuera que se nos informara de cosas que dan canguelo.

La CUP imantará sabrosamente al independentista molesto, sí y recontrasí, pero sería injusto subsumir el auge de los cupaires en un simple voto de ira porque, aunque a mucha gente le duela aceptarlo, su lenguaje y praxis han impregnado algunos de los hallazgos más importantes de este proceso ahora rígido. Fue la CUP quien empujó el procesismo hacia la radicalidad democrática, acercándolo al referéndum: si lo recordáis, los juntistas habían diseñado un proyecto en que la votación fue durante mucho tiempo pantalla pasada (ahora se ha manifestado de sobra que, sin haber impulsado el 1-O y con la posterior represión policial del Estado, tanto convergentes como republicanos no hayan osado hacer una DUI ni de cachondeo). La CUP ayudó a resucitar la necesidad de una votación para rematar la mayoría insuficiente que resultó del 27-S: y el referéndum, ciertamente, ha puesto a todo el mundo en su lugar.

Como me confesaron dos responsables de colegio electoral al día siguiente del 1-O, sin la experiencia en el arte de la clandestinidad de los cupaires, el referéndum no se habría podido urdir. Durante los últimos años, servidor y mucha gente hemos pasado mil y una sobremesas burlándonos de los procedimientos asamblearios de la CUP y su apuesta decidida por hacer política desde la resistencia pacífica en la calle. Pero todo aquello de lo que nos reíamos ha acabado siendo el procedimiento rector de este procés y mal me temo que tendrá que ser una constante en la próxima legislatura anti-155 que el Parlament se dispone a afrontar. Ni los Comités de Defensa de la República, ni las manifestaciones posteriores a los encarcelamientos del Govern ni, no hace falta decirlo, la actitud heroica de la mayoría de conciudadanos el 1-O no habría sido tan eficaz sin la ética cupaire. Hemos hecho burla siempre: ahora es hora de disculparse.

La CUP ya hace tiempo que es paritaria, la CUP no elabora sus listas mirando a Twitter ni acostumbra a hacer las cosas para quedar bien

En un presente donde a la política catalana le hace mucha más falta cambios que martirologios, los cupaires hace unos cuantos años que dan lecciones de ser poco vendidos, renovando sus candidaturas a cada legislatura. La CUP ya hace tiempo que es paritaria, la CUP no elabora sus listas mirando a Twitter ni acostumbra a hacer las cosas para quedar bien. Cuando te acostumbras a apreciar a un candidato cupaire y te afanarías para que se quedara haciendo la política, él o ella es el primero que acaba con el síndrome de Alfonso Guerra y se larga para dedicarse a una cosa tan curiosa y excepcional como trabajar. Se puede no estar de acuerdo con el sistema social y económico que impulsa la CUP (eso del comunismo se les pasará cuando gestionen la cosa pública), pero nadie puede decir que los cupaires no hayan sido consecuentes, persistentes y razonables. Pensad, sólo por un instante, dónde estaríamos ahora con Artur Mas.

La política también se hace de criterios que remiten a las afinidades comunes y a los universos compartidos. Últimamente, si me permitís algo que puede parecer frívolo, yo me siento mucho más a gusto charlando con la gente de la CUP que con políticos más jóvenes de otras formaciones que se dedican a afirmar las mismas marcianadas que sus líderes más vetustos. Hay gente cupaire que, al fin y al cabo, es hija de la clase media y ha sufrido las mismas desilusiones y precariedades que muchos miembros de mi quinta. Yo puedo diferir muchísimo de Gabriel, Vehí o Boya, pero todas ellas son tías a quienes confiaría la comandancia de mi policía. Yo puedo querer un mundo bien diferente que Salellas, Arrufat o Fernàndez, pero su vida se parece mucho más a la mía que la de los convergentes que recogen firmas por la unidad pensando sólo en conservar el curro.

Os puede parecer delirante, pero la CUP cada día me parece más un partido de centro. Y como algunos sigan diciendo que el 21-D es no sé qué de un referéndum pactado o el plebiscito de la implantación de la república, lo siento mucho pero les votará su tía.

PS.- Adelantándome a comentarios (últimamente tengo este defecto de fábrica insufrible de teneros en cuenta), muchos pensaréis que los políticos de la CUP han hablado mucho pero que, de momento, no han pagado su atrevimiento antisistema con la prisión ni con el exilio. Entiendo el fondo empático de este argumento, pero diría que vamos bastante mal si la medida y el juicio con que valoramos a nuestros políticos tiene que estar únicamente marcado por si han sufrido una represión del Estado. Que haya gente que las esté pasando putas, y hay que decirlo las veces que haga falta, no les da carta para ser la mejor opción de futuro. Enaltecer el reprimido sin ajustar las cuentas también es una forma oculta de aceptar la violencia del Estado.