Lo que está ocurriendo en Catalunya es terrible, una involución democrática sin precedentes en la Europa moderna. El pasado 20 de septiembre la Guardia Civil (la policía militar española) tomaba por sorpresa las instituciones catalanas, deteniendo a una veintena de dirigentes de la Generalitat (el gobierno catalán), lo que en la práctica significa poner el territorio y la población catalana bajo un estado de excepción de facto. El propósito: impedir por la fuerza un referéndum democrático sobre la independencia de Catalunya. Escribo estas líneas sin saber lo que ocurrirá los próximos días, que puede ser aún peor. La pregunta es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Permítasenos un poco de Historia.

Catalunya no es una simple región de España. Nunca lo ha sido. En el siglo X ya tenía sus propios soberanos e instituciones. Y hasta el siglo XVIII lo que hoy conocemos como España no fue más que una confederación de naciones, que lo único que tenían en común era el monarca, la religión y poco más. (En la “conquista” de América, o en las guerras de Flandes del siglo XVI, por ejemplo, no hubo catalanes, pues eran dominios castellanos). En otras palabras: Alemania como Estado fue el resultado del consenso de los diversos territorios que la integraron. En España la unidad solo se consiguió mediante el terrorismo militar. El 11 de septiembre de 1714, tras una larga y devastadora guerra, Barcelona caía en manos de las tropas castellanas. Los catalanes nunca aceptaron el nuevo régimen. Como dijo un general español del siglo XIX: “Barcelona debe ser bombardeada cada 50 años”. (Lo hicieron más a menudo, de hecho). En 1936 los militares que iniciaron la Guerra Civil alegaban tres motivos: defender la Iglesia católica, así como combatir el comunismo y el separatismo. Hoy el comunismo está en la basura de la Historia y la Iglesia ha perdido su antiguo poder. Pero la singularidad catalana, pese a todos los ataques y represiones, sigue en pie.

España siempre ha visto la catalanidad como un tumor. En el siglo XXI todas las demandas catalanas han sido rechazadas, pese a contar con un amplísimo apoyo popular. Y todas las encuestas señalan que un 80% de los catalanes optan por el referéndum democrático como fórmula para resolver el contencioso con España. Así, desde el 2010 más de un millón de catalanes salen a la calle, cada 11 de septiembre, en apoyo de una república independiente. Lo han leído bien. ¡Un millón de manifestantes, radicalmente pacíficos, año tras año, de una población de siete! 

El “Procés” (proceso) catalán hacia la independencia ha puesto en evidencia los profundos déficits de la democracia española. Un ejemplo. Para los alemanes, el Tribunal Constitucional es una institución admirablemente neutral, que resuelve con ecuanimidad los conflictos políticos. En Catalunya hay gente que cree que el Tribunal Constitucional español es imparcial, en efecto, pero son tan pocos como los que creen  que la luna es un queso. En España no existe división de poderes, al menos para el caso catalán. Cuesta de creer, pero los periódicos publican las sentencias antes de que el tribunal se reúna. ¡El mismo fiscal general del Estado no tiene rubor en acusar, públicamente, a los ciudadanos catalanes de “estar abducidos por su gobierno”! Y en cualquier caso, ¿se imaginan ustedes que el presidente del Tribunal Constitucional alemán tuviera el carnet de militante del partido en el gobierno?

El gobierno español intenta que la opinión pública mundial vea a los independentistas como una pandilla de nacionalistas paletos y fanáticos. La realidad es casi la inversa: el máximo símbolo de españolidad, las corridas de toros, en Catalunya están prohibidas pues se consideran un espectáculo indeseable, cruel y atávico. Y aquí llegamos al punto clave de la cuestión.

En la Catalunya de hoy todo es exactamente lo contrario de lo que el gobierno español afirma que es. La propaganda de Madrid se basa en ejercer un viejo y abyecto lema: “Si Hitler volviera acusaría a sus enemigos de nazis”. Así, el partido en el poder tilda a los promotores de un referéndum democrático de populistas (!), totalitarios (!!) e incluso de fascistas (!!!). ¡Y eso lo hace un partido político que fue fundado por ministros del sanguinario dictador Francisco Franco! Cuando la policía española interfiere el secreto postal alega que lo hace para “proteger los derechos de los ciudadanos”; cuando la Guardia Civil asalta imprentas y requisa papeletas de voto, se actúa para “garantizar el Estado de Derecho”. Cuando se amenaza a más de 700 alcaldes catalanes con la cárcel (¡¡¡más de 700, cuando Catalunya entera tiene unos 900 municipios!!!) por el “delito” de estar dispuestos a poner urnas, tal amenaza tiene como fin “defender la democracia”. Y por último: quien convoca el referéndum es un gobierno legítimo, que cuenta con apoyos parlamentarios que van desde la derecha liberal hasta la extrema izquierda, pero se prohíbe a los ciudadanos que voten. ¿Con qué argumento? Pues que votar es antidemocrático, y el referéndum un “golpe de estado”. (Les aseguro que no es un chiste).

La ruptura entre Madrid y Catalunya ya no tiene vuelta atrás. España ha muerto. Pero no la han matado los separatistas, sino sus propias elites. Su arrogancia política, su inflexibilidad moral, mental y emocional. Cuando un ministro de Madrid se refiere al caso catalán, aún oímos los ecos de los viejos “hidalgos” y “conquistadores”. Para ellos la “sacrosanta unidad de la patria” no es un modo de convivencia amable, un pacto social que se renueva y moderniza periódicamente. No. Para Madrid la “indivisibilidad nacional” es una especie de dogma pseudoreligioso. Se afirma que el dictador Franco, en el lecho de muerte, le dijo al futuro rey Juan Carlos: “Solo le pido que conserve la sagrada unidad de España”. Lo que no entendió Madrid fue que el único modo de retener Catalunya, al menos en democracia, era respetando su cultura y sus instituciones. (Y además, Juan Carlos era demasiado imbécil como para entender nada: todo lo que hizo fue ir de putas y matar elefantes).

Catalunya no es el problema, es la solución. España está usando la fuerza armada para retener a Catalunya. Un Estado así ya ha perdido toda legitimidad. Nadie ama a quien teme. Pero es que, además, la obtusa estrategia de la fuerza ha polarizado el conflicto: a día de hoy la bandera catalana, la “senyera”, ya no representa a una pequeña nación frente a un Estado inclemente; hoy la vieja “senyera” agrupa a cualquier demócrata que se oponga al autoritarismo y la regresión masiva de derechos. No se dejen engañar; en Catalunya, hoy, la batalla que se libra es exactamente esa: democracia versus autoritarismo.

Pero seamos optimistas. Europa tiene ante sí una oportunidad histórica poco frecuente. Madrid no se sienta a negociar porque simplemente no puede admitir que Catalunya exista como sujeto político. (¿Recuerdan lo que decía de la arrogancia imperial castellana?). Si Europa se implica hará un favor a la democracia y, por paradójico que sea, a los mismos dirigentes españoles, que en el fondo son conscientes de la transversalidad, magnitud y popularidad del movimiento independentista. Con Europa como mediadora, el gobierno español podrá alegar ante sus sectores más ultranacionalistas que una instancia superior le obligó a negociar. Así, Europa vería reafirmados sus valores fundacionales y su vocación de casa común. Ayudar a Catalunya, pues, es ayudar a España y a Europa. Abandonarla, en cambio, significaría renunciar a las libertades más básicas. Ayudemos a Catalunya. Después de todo, ¿qué es aquello tan intolerable que piden los catalanes? Votar.