Dos mujeres de unos veinte años, con un sombrero transparente que les deja visible el pelo frontal miran su rutilante Iphone buscando el código QR para entrar en el avión. Estamos en el aeropuerto de Chicago. Son amish y están casadas, lo deduzco porque el color blanco del casquete, atado al cuello con un lazo, es la prueba. Nos miramos y sonríen con mesura, ni mucho, ni poco. Cuando quisiera establecer contacto ya entran al avión y las pierdo de vista.

La mayoría de amish viven en Pennsylvania, y la segunda población mayoritaria en los Estados Unidos viven en el estado de Indiana, que es donde estoy volando yo. Llevan vestidos de colores rosas y lilas con flores, faldas largas, los brazos poco visibles. No van maquilladas. Cuando llegamos al destino, otras dos mujeres vestidas igual, con un coche moderno automático (no con una tartana, como en las películas), las recogen y se marchan. Conduciendo ellas. Los amish rompen muchos esquemas. Hemos visto muchas películas que nos los presentan como anticuados (viven según costumbres de hace décadas), pero nos haría falta alguna película que nos los actualizara. Muchos de ellos viven de manera modesta, no llevan a los hijos a la escuela (en los EE. UU. no es un derecho constitucional educar a los hijos y los puedes educar tú en casa y no escolarizar) y solo se casan entre ellos. Escogen, no les arreglan los matrimonios, pero escogen entre lo que pueden escoger interiormente. No hay interferencias del mundo exterior. Como saben que hacen gracia a quien no los conoce, se aprovechan, justamente: organizan visitas guiadas a sus granjas, te dejan entrar en su casa y te explican sus hábitos y por qué son felices así. En su iglesia ruegan y cantan en alemán antiguo y la mayoría se dedican a la madera. Es habitual ver amish construyendo techos, carreteando tablas y cortando puertas y ventanas de madera. Provienen de la rama suiza-germánica anabaptista, cristianos que en 1700 se establecieron en el este de los Estados Unidos. Hoy están concentrados sobre todo en Pennsylvania, Ohio, Indiana y Tennessee y en el fondo viven como tanta gente querría: tiempo para la familia, desconexión de dispositivos móviles —pero no de todo—, vida sana, naturaleza, tiempo para la comunidad... Con todo, sus reglas siguen patrones muy severos.

A mí no me gustaría ser amish. Pero quiero un mundo con amish, porque no podemos ir imponiendo nuestras cosmovisiones y no despreciando maneras de vivir que nos parecen obsoletas o ridículas

El American Heritage Foundation es una entidad que se ha dedicado a ofrecer salida a quienes, a pesar de querer vivir como amish porque lo son y se sienten, quieren estudiar o tener una existencia más autónoma. También ayudan, directamente, a quienes quieren romper con su pasado amish. No es nada fácil. Las comunidades de este estilo te lo dan todo cuando estás, pero te lo pueden quitar todo cuando te marchas. No hay negociaciones a medias tintas. A mí no me gustaría ser amish. Pero quiero un mundo con amish, porque no podemos ir imponiendo nuestras cosmovisiones y despreciando maneras de vivir que nos parecen obsoletas o ridículas. A ellos también les debe parecer ridículo el empresario que volaba con nosotros y que le decía a su hijo por Zoom que ya se verían un día dentro de dos semanas "antes de que papá se vuelva a marchar a trabajar". Somos culturalmente imperialistas cuando medimos el mundo según nuestros parámetros. Nos tenemos que entender, y por eso tenemos leyes, pero hay margen para la diversidad.