Josep Borrell es un tipo lenguaraz. Esta semana ha protagonizado un nuevo enfrentamiento con el eurodiputado de Junts Toni Comín, con motivo del debate en el Parlamento Europeo sobre la situación política en Nicaragua, muy deteriorada. El alto representante de la UE para Política Exterior se desahogó al denunciar la deriva autoritaria del gobierno sandinista del país centroamericano, hasta que el exconseller Comín le recordó que en España también se vulneraban los derechos políticos de los independentistas, como había denunciado el Consejo de Europa. Entonces la furia de Borrell se hizo sentir en el Europarlamento con todo el fervor nacionalista español que siempre le acompaña: "Me produce una inmensa repugnancia intelectual [el énfasis es suyo] cuando oigo que se compara la situación de Nicaragua con la de situación en España. No es aceptable. Un mínimo de decencia intelectual. Nadie puede compararlo seriamente”. “España va bien”, venía a repetir como un loro quien tendría que defender los derechos de todos los europeos, independientemente de que él tenga la nacionalidad española.

Comín había reprochado a Borrell el silencio de la UE ante la represión en Catalunya con un buen argumento, que vale para la UE, pero, también, para reflexionar sobre la vulneración de los derechos humanos y políticos en todo el planeta. Decía Comín que cuando la Unión exige que Ortega libere a los candidatos en las elecciones y a los numerosos activistas y periodistas que han sido detenidos desde el mes de junio, que posibilite el derecho de manifestación y que garantice unas elecciones libres en noviembre, Ortega responde, para defenderse: “¿Es que nosotros hemos pedido a los europeos que pongan en libertad a los presos políticos que tienen en Europa? No se nos ocurriría, porque son cuestiones internas". El motivo de la repugnancia que sintió Borrell fue que Comín remachó su argumento diciendo: “El silencio de la Unión ante lo que está ocurriendo en Catalunya nos sale muy caro". La ONG internacional Human Rights Watch (HRW) lleva treinta y un años publicando un informe para analizar el estado de los derechos humanos en el mundo. El informe de 2021 proporciona datos sobre qué pasó el año anterior en 100 estados, entre ellos España. Diga lo que diga Borrell, esta organización internacional independiente no deja en buen lugar a la España constitucional, incluso al abordar elo que denominan “controvertido referéndum de 2017”. El informe también se fija en la libertad de expresión, diciendo que los tribunales españoles la han limitado a músicos (Pablo Hasél y Valtònyc), utilizando “de manera demasiado amplia los cargos de enaltecimiento del terrorismo e insultos a la monarquía”. A la vez, HRW se hace eco del informe sobre el estado de derecho, elaborado por la Comisión Europea, que resalta la preocupación de las autoridades europeas por la ineficacia del sistema judicial español y por la carencia de independencia del fiscal general respecto del poder ejecutivo. Todos los autoritarismos empiezan así. Si en la Nicaragua constitucional y presidencialista se asedia a la oposición utilizando el ejército y los jueces, ¿por qué un alto cargo de la UE se niega a admitir que, en la España monárquica y constitucional, el “gobierno de las togas” vulnera los derechos de cantantes, activistas y políticos?

Personajes obstinados como Borrell —que es capaz de ver las perversiones políticas en la otra punta de su mundo, pero que es incapaz de ver qué ocurre en el patio de su casa— son los grandes destructores de la democracia

La violación de los derechos humanos es constante y va en aumento por todas partes. Les pongo un ejemplo que me ha tocado muy hondo, por la mezcla de ingredientes relacionados con la identidad y los conflictos que ella comporta. El pasado 5 de julio murió el jesuita Stan Swamy, encarcelado, en la prisión de Taloja (Mumbay) desde el 9 de octubre de 2020, conjuntamente con otras 16 personas, por haberse atrevido a defender los derechos de los pueblos indígenas. Era el preso político de más edad de India, 84 años, y estaba en prisión preventiva en virtud de una ley antiterrorista draconiana que impulsó el primer ministro indio, Narendra Modi, quien ya ha demostrado suficientemente sus inclinaciones autoritarias y supremacistas. El caso contra Swamy y los demás activistas demócratas está relacionado con la violencia que estalló en enero de 2018 en el pueblo de Bhima Koregaon, en el estado de Maharashtra. Centenares de miles de dalits o “intocables”, la casta más pobre, se habían reunido aquel día para celebrar el 200.º aniversario de la batalla del 1 de enero de 1818 que acabó con Imperio Maratha ante las tropas de las Indias Orientales mandadas por el capitán F. F. Stanton y el peshwa Baji Rao II. La historia siempre persigue al presente, en especial si las injusticias persisten. Pero es que, además, el caso del sacerdote Swamy tiene concomitancias con los trapicheos judiciales que condenaron a los Jordis y que se utilizan para perseguir, todavía hoy, al independentismo.

España no es India, evidentemente. Ni tampoco China, que es una dictadura pura y dura, como la norcoreana a la saudí, que está considerada como la dictadura actual más antigua, dado que arranca de 1932. Habrá quién se aferrará al diagnóstico optimista del Democracy Index 2020 de la revista The Economist, que ha hecho entrar a España entre las “democracias plenas” —mientras que rebaja a Francia, Portugal y a los EE.UU. a la categoría de “democracias defectuosas”—, después de años y años de suspenderla con motivo del procés. La vigencia de la llamadaley mordaza y el contenido del anteproyecto de ley de seguridad que prepara el gobierno de PSOE y Unidas Podemos, que prevé que cualquier mayor de edad será obligado a obedecer las directrices de la autoridad competente designada por el Consejo de Seguridad español, no son precisamente ningún aval para la democracia española. India, que utiliza el código penal para actuar de la misma manera, sí que cae dentro de los estigmatizados “regímenes híbridos” por la Unidad de Inteligencia de la prestigiosa revista británica, que elabora este ranking con un “enfoque integrado de análisis macroeconómico” con el objetivo, hay que tenerlo en cuenta, de comprender cómo los cambios políticos influyen en los planes estratégicos de empresas y, por extensión, en el conjunto de la economía mundial. Dejando a un lado los detalles, y de si un estado sube o baja en una clasificación o en otra, la radiografía de la democracia mundial que reproducen todos estos rankings provoca escalofríos. Personajes obstinados como Borrell —que es capaz de ver las perversiones políticas en la otra punta de su mundo, pero que es incapaz de ver qué ocurre en el patio de su casa— son los grandes destructores de la democracia. Ellos son los culpables de la degradación política.