La reunión del Consejo de Ministros en Barcelona ha dejado una gran resaca política e informativa, pero no donde se ha celebrado sino en Madrid. En Catalunya, más allá de manifestaciones y protestas del independentismo, quejas del comercio y la restauración en unas fechas de mucho consumo, la reunión deja un sabor agridulce en el unionismo: ninguna propuesta política y una oportunidad perdida. En la capital española, que no goza de tregua ni en Navidades, se pone el acento en la imagen de Sánchez y Torra y en la normalización que supone una reunión entre miembros de los dos gobiernos, aunque sea con formato de minicumbre. También en el comunicado conjunto, algo inusual cuando no se trata de encuentros entre gobiernos de países diferentes.

Pero se obvia lo que tiene, en mi opinión, mayor calado político: el excepcional despliegue policial que se tuvo que realizar en Barcelona para que la reunión del Consejo de Ministros se pudiera celebrar sin sobresaltos. Hasta 9.000 efectivos se tuvieron que movilizar. Nada que ver con la reunión del Gobierno que se celebró en Sevilla hace dos meses. Ese debería ser el debate en España en estos momentos: ¿se puede mantener indefinidamente el no como respuesta a todas las demandas de la mayoría de la sociedad catalana y negar el referéndum de independencia en un territorio que no puedes visitar si no es con un despliegue policial excepcional? ¿Puedes hacer oídos sordos si no puedes viajar con normalidad a Catalunya si eres el jefe del Estado o el presidente del Gobierno? Puedes llevar al Tribunal Constitucional una resolución del Parlament que propone la abolición de la monarquía, pero es de una gran miopía política pensar que porque el Tribunal Constitucional te da la razón el problema ha desaparecido.

Este es el problema. Se puede negar la realidad, pero Catalunya ya se ha ido. Cierto que no ha logrado su independencia como quisieron su Govern y su Parlament. Pero el Estado español solo ha podido mantener su integridad territorial con el uso de la violencia. Demasiado poco en el siglo XXI, aunque, por ahora, le aporte una falsa sensación de tranquilidad. Esa es la gran lección, la última, del 21-D. Justo un año después de las elecciones que el independentismo volvió a ganar.

Solo la división del independentismo y su falta de liderazgo disimula la debilidad del Estado. Pero la transitoriedad actual no será eterna.