La celebración este martes del 38º aniversario de la Constitución española debería dar pie a una reflexión sobre su estado de salud -malo- y la canibalización de la Carta Magna que progresivamente han ido practicando los sectores más conservadores de la sociedad española. Dándose, además, una paradoja cuando menos curiosa: los espacios ideológicos que con mayor generosidad aceptaron una Constitución bajo la férrea mirada del estamento militar de la época -a grandes trazos los nacionalistas, el independentismo, la izquierda política radical entonces encarnada por el Partido Comunista y algunos sectores ideológicamente de izquierdas en las filas del PSOE- son hoy los más críticos. En cambio, la derecha y el centroderecha, que entonces estaban en una evidente posición de fortaleza, se han hecho fuertes en su defensa con el paso de los años. No vale la pena perder mucho tiempo en las posiciones del actual PSOE ya que detrás de la inconcreta reforma federal no se vislumbran grandes cosas más.

Los defensores de la Constitución encuentran refugio para su inmovilismo en dos argumentos: que han pasado muy pocos años para su reforma, de hecho es la benjamina de la Unión Europea, como si fuera una cuestión de tiempo su duración; y, también, que para cualquier reforma se han de pactar antes los límites de la misma ya que para su aprobación definitiva tendrá que ser sometida a referéndum y ya se sabe que las consultas a la ciudadanía las carga el diablo (PP dixit). Y con este edificio al que se le ha diagnosticado desde hace tiempo aluminosis, la Constitución española ha pasado a ser, seguramente, la más exclusiva para una parte de sus ciudadanos de un Estado de la UE.

¿Alguien se imagina que en Alemania, por ejemplo, su land más importante impugnara la Carta Magna? Esto es lo que sucede en Catalunya (También en el País Vasco). ¿O en Francia que lo hiciera su región más dinámica? ¿O que en el Reino Unido el área económica más exportadora impugnara el conjunto de leyes y principios bajo los cuales se gobierna? Todos estos países tendrían un problema y los ciudadanos que así lo hicieran saber de la única manera que en democracia se puede llegar a expresar, con la fuerza de los votos, serían escuchados y no procesados sus principales dirigentes. Por eso, también, la actual Constitución se ha ido haciendo pequeña y lejos de ser una posible solución ha acabado siendo un problema más. Y, como una telaraña, ha acabando impidiendo cualquier negociación y se ha pasado a utilizar palabras huecas como diálogo y gestos. Y así una parte significativa de Catalunya defiende, como única vía, un referéndum de independencia. Y una Constitución que no lo reconozca acabará naciendo políticamente muerta.