Las notas de corte para acceder a las universidades del país han revelado una realidad incómoda: la carrera de periodismo, un año más, sigue siendo una de las más solicitadas entre los jóvenes de Catalunya. Para estudiarla en la UPF hace falta un 11,564 de media, para hacerlo en la UAB un 10,606 y para entrar en la URV necesitas a un 9,578; de manera que aquellos estudiantes que se han pasado los dos años de bachillerato fumando porros e intercambiando fluidos con sus compañeros en horario lectivo no lo han tenido nada fácil. Pero al menos se lo han pasado bien, cosa que no todo el mundo puede decir.

El caso es que la carrera de periodismo atrae a una buena parte de los adolescentes del país, deseosos de convertirse en presentadores del telediario, especialistas en fútbol internacional, críticos de cine, teatro y gastronomía, influencers, intrépidos reporteros de sucesos (o dicho de otra manera, voceros de los Mossos), asesores de comunicación de gente como Albert Batlle (LOL), cronistas de la siempre decadente, subalterna y atractiva realidad latinoamericana, enfants terribles (de escuela concertada, eso sí), fotógrafos de guerra que por ahora se tendrán que conformar con el procés, y, por algún extraño motivo que a día de hoy todavía no he conseguido entender, especialistas de un certamen tan absolutamente estrambótico como Eurovisión.

No seré yo quien les diga a todos ellos que todo se podría haber resuelto con un grado de humanidades, bellas artes, derecho o filología catalana y un máster sobre medios de comunicación. No seré yo porque yo, como ellos, cometí el error o el acierto de empezar a estudiar periodismo ahora hace siete años. Y es precisamente por este motivo que me veo con la obligación de dar unos breves consejos a todos aquellos que, como yo, un día hincharon su ego hasta el punto de pensar que se podrían dedicar a la mejor profesión del mundo sin fracasar en el intento.

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Un titular para la historia.

La objetividad

El debate sobre la imparcialidad periodística hace décadas que existe, especialmente desde que uno de los profesores de la UAB –un personaje con más ganas de llamar la atención que de ejercer la tarea por la cual cobra– se dedica a pregonar por los pasillos de la facultad que la objetividad no existe, hecho que, año tras año, como si de una tradición navideña se tratara, origina un intercambio de reproches de baja estofa entre los docentes idealistas, los renegados, los que no tienen nada interesante que decir pero quieren mantener su estatus de fucker y los alumnos con ganas de hacerse ver.

Lo cierto, y esto sí que es realista, es que la existencia (o no) de la objetividad es una cuestión absolutamente intranscendente, ya que esta nunca dependerá exclusivamente de ti. Trabajes para el medio que trabajes tendrás restricciones editoriales, y eso, aunque no te lo expliquen en la facultad, es lo primero que aprenderás cuando entres en el mercado laboral. "¿Y por qué no me avisan antes?", te preguntarás. Pues bien, esta es una pregunta que tiene varias respuestas.

En primer lugar están los docentes convencidos de que el mundo es un lugar mágico, una especie de fábrica de chocolate del rigor informativo en la cual los dulces son reportajes pagados y los ríos están hechos de fuentes contrastadas y no de cacao; un espacio donde el niño gordo de quien todo el mundo se ríe es Salvador Sostres y no un triste actor de origen alemán. Ingenuidad.

En segundo lugar, existen los profesores que conocen la lastimosa realidad del periodismo catalán pero, a la vez, se niegan a aceptarla. ¿Por qué? Porque hacerlo implica aceptar sus propias contradicciones. Ellos, en la práctica, son vegetarianos idealistas a cargo de un matadero. Además, argumentarán, plantarse en la aula magna de la facultad el primer día de clase y revelar los peores secretos de la profesión sería un ejercicio de honestidad kamikaze. Sobre todo teniendo en cuenta que una buena parte de sus ingresos mensuales, por culpa de la precariedad implícita de los medios, provienen de la facultad. Autoengaño.

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And be poor. / Pixabay

Por último, existe un gran grupo de docentes que, talmente como si fueran los figurantes de El show de Truman, no sólo son plenamente conscientes de la farsa que están perpetrando, sino que además participan en ella activamente. Ellos, alejados de las ciencias de la información reales, se encargan de poner a prueba la paciencia de los alumnos curso tras curso mientras disfrutan de sus privilegios laborales. Saben que ninguno de los estudiantes les quitará el sitio y que su espacio es indestructible, aunque muchos de los profesores honrados —y también ingenuos— de la universidad los intenten fiscalizar. Engaño.

Pero esto solo es la punta sumergida de un iceberg de contrasentidos. La carrera, y la profesión, tiene muchos más y hay que enumerarlos.

Nota del autor: Este artículo es el primero de una serie de tres escritos en los cuales intentaré ilustrar a mis camaradas en esta trinchera de egos, pullas e inestabilidad que es el grado de periodismo. Si no lo hago yo, que hace cuatro días estaba dentro de las aulas, no lo harán vuestros futuros jefes, y es que todos ellos tienen el alma carbonizada, consecuencia irremediable del humo que durante décadas han inhalado en redacciones donde el tabaco era más imprescindible que las sillas o el agua corriente.

Los textos en cuestión se publicarán en las próximas semanas. Siempre que no me hayan despedido. O que no me hayan cortado las alas. O que no me haya muerto de una insolación durante mis vacaciones estivales. En cualquier caso, antes del inicio de las clases tendría que manifestarme. Si no lo he hecho, no hace falta que llaméis a redacción preguntando por mí. No lo hagáis, por favor. De verdad. En los próximos capítulos, dos temas clave para entender la profesión: la visibilidad y la humillación que supone buscar trabajo.