Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Palma, justo en el impacto de las ruedas contra el asfalto, me invadió una sensación de plenitud. No podía creer que aquello fuera real. A mi lado, los del equipo reían eufóricos. Ahora habíamos quedado con unas chicas, y luego iríamos a un local que-está-de-putísima-madre, y allí terminarían de explicarnos las normas, las puntuaciones y tal vez la noche sería eterna. No queríamos entretenernos. En el primer bar pedimos unas cuantas pintas y una de las chicas, la más desagradable, siendo sincero, me preguntó si creía que teníamos posibilidades de ganar la liga. Puse el piloto automático: “Depende del rival, hace falta mucha puntería, no todo el mundo está preparado”. Me parece que le caí bien porque no paraba de reír enseñando que le faltaba un diente, y pidió otra cerveza.

Aún no habíamos comido y yo ya me moría de ganas de saber a qué hotel íbamos y qué tamaño tenía la piscina. Pero uno de los organizadores me dijo que no me preocupara, que todo a su tiempo, que las prisas matan. Revisé la clasificación. Los franceses este año venían fuertes. Pero a los alemanes nunca se les puede subestimar porque en cuanto pueden escalan posiciones. Comenté con la chica desagradable que los españoles también querían competir, pero aún no tenían federación, y ella me aseguró que la burocracia acabará matándonos a todos. Quizás era por las cuatro cervezas y dos chupitos, pero el diente que le faltaba la hacía interesante. Después de comer dimos un paseo por la ciudad.

Yo me quedé el último charlando con ella, que me explicó que un amigo suyo había participado hace unos años. Le pregunté cómo se lo habían tomado en su casa y no sé muy bien por qué, pero nos dio otro ataque de risa y acabamos en una esquina de la Basílica de Santa María magreándonos con un deseo funesto. Pero entonces vino uno del equipo y me estiró del brazo, que teníamos que darnos prisa, que ya habían empezado a explicar las normas. Un hombre muy bien vestido nos las escribió en la pizarra. Importante: nivel de alcohol en sangre. Antes de saltar, gritos y música. Se puede bailar. Una buena coreografía no puntúa, pero ayuda a celebrar la vida. Prohibido saltar todos a la vez. Eso va en contra del espectáculo.

Y al terminar, nos repartieron las habitaciones. Yo quería la más alta de todas, pero me tocó un tercer piso, que según el organizador era la distancia justa para acabar en el hospital en coma inducido y poder repetirlo el verano siguiente. Uno a uno, fueron saltando todos. El alemán se rompió las piernas. El francés reculó y lloraba como una criatura. El español fue directo al agua y no se hizo nada. Y yo conté hasta cinco. Pensaba en la chica desagradable. Cuatro. Todos me animaban. Tres. Coloqué el primer pie en el balcón. Dos. Abrí los brazos. Uno. Y mi cuerpo se precipitó al vacío, golpeó con el borde de la piscina y la sangre se mezcló con el agua y el cloro. La noche fue eterna y tuvieron que cerrar el hotel durante dos días.