Acaban de anunciarle que no continuará el próximo curso. El jefe de recursos humanos, muy puntual, lo ha citado en el despacho, lo ha saludado efusivamente y le ha preguntado si quería tomar algo: un café solo, gracias. Con el tono más dulce que podáis imaginar, le ha explicado que "estamos muy contentos con tu trabajo, pero no te renovaremos el contrato."

Quemarlo todo para volver a renacer

El protagonista de este cuento no se lo esperaba. Ha soltado un “¿qué?”, pequeño, que ha necesitado la confirmación del jefe de recursos humanos. No había notado nada raro, ninguna indirecta, al contrario: en las últimas semanas, sus tareas terminaban con halagos por su buen rendimiento. Ahora ha entendido que aquello era una exageración cruel para allanarle el camino.

Perplejo por la decisión, se ha despedido de sus compañeros de oficina. Podría decir –sin temor a equivocarse– que por la actitud de algunos intuye quiénes ya lo sabían, y esa certeza en los ojos de los demás, que él no supo ver, le duele aún más.

Perplejo por la decisión, se ha despedido de sus compañeros de oficina. Podría decir –sin temor a equivocarse– que por la actitud de algunos intuye quiénes ya lo sabían, y esa certeza en los ojos de los demás, que él no supo ver, le duele aún más. Abrazos, palmadas en la espalda y promesas de “ya nos llamaremos” que nunca se cumplirán son la despedida perfecta antes de que se cierren las puertas del ascensor. De camino a casa, piensa. Piensa en un montón de cosas. Pero cuando cruza la puerta, ya no le queda energía para nada.

Se deja caer en el sofá, agotado, como si hubiese perdido una batalla. El aburrimiento lo lleva por canales de televisión que ni conocía. Brillan en su retina las imágenes de gente preparando la verbena de San Juan. Petardos y criaturas corriendo de un lado a otro y hogueras imperiales en medio de las plazas. Hay que quemar todo aquello que nos ha hecho daño para poder volver a renacer.

Esa idea estalla en la cabeza del protagonista como fuegos artificiales, con la promesa muda de cumplir un mandato divino. Se levanta del sofá, mira por la ventana y los faroles ya están encendidos. Se ha hecho tarde. Pero no demasiado tarde para salir de casa, rehacer el camino al trabajo y buscar al jefe de recursos humanos. Los senderos de la memoria le han dibujado una conversación, después de unas cuantas cervezas, sobre el barrio donde vivía. No solo eso: las neuronas se han conectado para recordarle una imagen en Instagram, de hace meses, frente a su casa. No sabe por qué ha caminado hasta allí, ha esperado un buen rato en la acera de enfrente y, por fin, el jefe de recursos humanos ha salido con unos amigos que reían... y lo ha visto allí, solo, observándolo.

Sin decirle ni una palabra, lo ha arrojado a la hoguera. Mientras llamaban a los bomberos y a una ambulancia, el protagonista ha vuelto a casa con las manos en los bolsillos

Hablaron. Con monosílabos incómodos y preguntas vagas. El protagonista le pidió –por favor– si podía acompañarlos hasta una plaza. Por compromiso, le dijo que sí. Cuando llegaron allí, entre la multitud, cuando las llamas se alzaban y el rojo hipnotizante le susurraba –una y otra vez– la primera idea de todas, se miraron con la certeza de quienes ya saben lo que va a pasar. Y sin decirle ni una palabra, lo arrojó a la hoguera. Mientras llamaban a los bomberos y a una ambulancia, el protagonista volvió a casa con las manos en los bolsillos.