Os adelantamos en exclusiva La calavera del apóstol de Jaume Clotet, la segunda parte de una saga de tres libros que conforman un mismo thriller histórico. La primera novela, La hermandad del ángel caído, entre los cinco libros más vendidos en catalán en 2024, tuvo una tirada de 20.000 ejemplares y ganó el Premio Josep Pla. El tercer volumen cerrará la saga, se titulará La espada del rey y llegará a las librerías en marzo de 2026. La calavera del apóstol es el nuevo thriller histórico que Jaume Clotet publicará en Columna, y ya cuenta con más de 10.000 ejemplares preparados en catalán y otros 3.000 en castellano. Los lectores lo han impulsado a continuar la saga, que comenzó con La hermandad del ángel caído y que está protagonizada por el hermano Bernat, un religioso de Montserrat, y Berta, una mosso d’esquadra. La novela llegará a las librerías el próximo miércoles 27 de agosto. 

La calavera del apóstol - Capítulo 2

Bernat salió de la basílica de Montserrat y se detuvo un instante a contemplar la plaza que se abría ante él. Era muy temprano, pero el sol ya brillaba mientras ascendía por un cielo limpio de nubes. Ya no hacía aquel calor sofocante y bochornoso que, como todos los años, había impregnado los días de agosto. A medida que avanzaba el mes de septiembre, y en especial después de la Diada Nacional, la invasión nada sutil de turistas se atenuaba y en el monasterio podían distinguirse de nuevo grupos de visitantes autóctonos, escuelas, esplais, excursionistas y peregrinos. «La buena gente de este país», pensó. Si pudiera, se exiliaría voluntariamente entre la fiesta de Sant Joan y la Diada Nacional, recluido en el santuario del Miracle o en Sant Miquel de Cuixà, lugares dependientes de Montserrat, pero alejados del ruido del mundo global. En verano no había clases en la universidad, y, por tanto, no necesitaba estar cerca de Barcelona.

Este deseo, sin embargo, no era más que una quimera. Como miembro de la Hermandad del Ángel Caído, su prioridad era la custodia de Satanás y no podía alejarse demasiado, ni tampoco demasiados días, de la montaña de Montserrat. Había pasado a ser prisionero de su prisionero, y por consiguiente su destino estaba ligado a él de por vida. Menuda paradoja. Dos condenados unidos por una cadena invisible, cada uno convertido en un eslabón.

Además, él no era un guardián cualquiera. Desde la desaparición del cardenal Hwang, el papa le había pedido que ocupara el cargo de maestro comandante de la hermandad, de modo que sobre sus hombros recaían no solo la vigilancia cotidiana de Satanás, sino también la gestión diaria de la organización. Roma quedaba demasiado lejos y era necesario un maestro con galones sobre el terreno. Bernat entendía estos argumentos irrefutables, pero había accedido con una única condición: si en algún momento el cardenal regresaba, le devolverían su puesto y su rango en la hermandad, y él volvería a ser un maestro guardián más. Por supuesto, Pablo VII aceptó su petición. Nada deseaba más que ver y abrazar de nuevo a quien había sido su mejor consejero y amigo, pero tampoco ocultaba su pesimismo. Ya habían pasado dos años desde el traslado de la caja a Montserrat y la desaparición del purpurado, y desde entonces no habían vuelto a tener noticia de él. Lo último que habían sabido era que Belcebú se lo había llevado a las profundidades del infierno. Y una vez muerto Belcebú, no tenían ninguna posibilidad de saber algo más al respecto. Pensar que Hwang estaba vivo era una ingenuidad; pensar que volverían a verlo, una ilusión.

Bernat era consciente de todo ello, pero a diferencia del papa se negaba a abandonar la esperanza; en su casa le habían enseñado que era lo último que se podía perder. Era cierto que no tenían ningún indicio de que estuviera vivo, pero también lo era que no tenían ninguna noticia de que estuviera muerto. Era una deducción lógica indiscutible. Y sabía que al infierno se podía ir, pero que también se podía salir de él. El monje se aferraba a estas ideas como un náufrago a una tabla de salvación y rezaba a diario para que un día se volvieran a ver.

Empezó a cruzar la plaza y, como le ocurría siempre que pasaba por allí, su cerebro se vio asaltado por el vivísimo recuerdo de aquella noche extraordinaria en la que se enfrentó a Belcebú, después de que este diablo disparase a Berta a bocajarro. Sin dejar de caminar, giró ligeramente la cabeza para ver el lugar exacto en el que ella había quedado tendida sobre un charco de sangre, y en el que ahora un par de turistas
madrugadores con sandalias y calcetines se tomaban una fotografía para compartirla en las redes sociales.
Intentó no pensar más en el asunto y bajó las escaleras que conducían al camino de la Santa Cueva. Aquel sendero le gustaba mucho. Casi siempre estaba sombrío y enseguida notó un aire fresco que le venía decara. Por primera vez desde hacía muchas semanas tuvo una incipiente sensación de frío. Sonrió. El otoño se acercaba y eso lo ponía de buen humor. Era su estación preferida, cuando los días se acortaban, volvían las lluvias y las hojas de los árboles se teñían de naranja y rojo. En los meses de otoño, la montaña de Montserrat era aún más bonita que durante el resto del año. El canto enérgico de un mirlo, el pájaro más sobrio del mundo, lo acompañó durante un tramo del camino.

Pocos minutos después llegó a la Santa Cueva. La capilla, pegada prácticamente a la roca, parecía sus-
pendida sobre el vacío. No era lógico que en ese emplazamiento se hubiera construido una ermita, pero esa había sido la voluntad de la Virgen. En aquel mismo paraje, un sábado por la noche del año 880, unos chicos que pastoreaban el ganado vieron cómo descendía una luz del cielo mientras escuchaban una melodía extraordinaria. El sábado siguiente regresaron al lugar, esta vez con sus padres, y la visión se repitió. Volvieron tres sábados seguidos, con el párroco de Olesa, y aquella maravilla volvió a producirse. La noticia llegó a oídos del obispo, quien se desplazó hasta allí en persona para confirmarla. Aquel día, aparte de repetirse la visión, encontraron una pequeña cueva, en cuyo interior se hallaba la imagen de santa María. El obispo ordenó que la trasladasen a Manresa, pero fue del todo imposible cumplir con su deseo: la Virgen no quería moverse de Montserrat y por eso se optó por construir allí una capilla.

Más de mil años después de todo esto, a esa hora solo había media docena de excursionistas que charlaban mientras comían algo junto al acceso principal, por completo ajenos a la presencia diabólica que tenían a pocos metros, justo bajo sus pies. Bernat los saludó amablemente y bajó por una escalera de piedra situada a la izquierda para acceder a la planta subterránea. Se dirigió a una puerta estrecha y metálica que tenía dos cerraduras. La abrió con dos llaves diferentes y entró en una pequeña estancia que tenía una cámara de videovigilancia y una gran cruz dorada clavada en la pared. Cerró la puerta tras de sí y se situó ante un segundo acceso blindado, que se abría con un código numérico y que, al mismo tiempo, desbloqueaba la alarma. Pulsó diez dígitos y la puerta se abrió suavemente. Bajó por una escalera de caracol. La humedad podía palparse en las paredes y el contraste con la temperatura exterior era notable. Hacía bastante frío. Al final de la escalera había una pequeña sala excavada en la misma roca, donde dos monjes de Montserrat rezaban en voz baja sentados en un pequeño banco de madera. En la sala no había nada más, salvo una losa con una cruz y la frase Ave María esculpida encima. Varias cruces, reliquias y otros objetos religiosos colgaban de las paredes.

Bernat esperó a que los monjes terminaran sus oraciones antes de hablar. Era importante que lo hicieranasí a diario. La piedad contribuía a mantener al diablo en estado letárgico dentro de su propia prisión de madera.

—¿Todo en orden? ¿Alguna novedad?
—Todo normal, como siempre —respondió uno de los monjes mientras se levantaba del banco.
Desde que Satanás estaba en Montserrat, Bernat había ordenado que nunca entrase un único monje en la sala donde lo custodiaban. Tenía muy presente el viaje en barco desde Roma, cuando el diablo lo había tentado. Y casi lo consiguió. Visualizar a su hermana Montserrat, fallecida en un fatídico accidente que él
no había podido evitar
, lo sacudió por dentro de tal manera que a punto estuvo de liberarlo. Bernat ya sabía que el diablo era capaz de todo, pero aquel episodio, que apelaba a una herida que permanecía abierta y que nunca llegaría a cerrarse del todo, lo había llevado a comprender que sería capaz de saltarse todos los límites para intentar corromper la voluntad de sus guardias siempre que se presentara la ocasión. Después de intentarlo con él, Satanás había tentado a Mario, con mayor fortuna. Pobre Mario. ¿Qué habría sido de él? Fue la víctima más inocente de toda aquella aventura. Caer en la tentación de Satanás no era cualquier cosa, y no era algo de lo que todo el mundo pudiera presumir. Pero la sangre no había llegado al río, gracias a Dios. Y, después de todo, se había llevado una buena cantidad de dinero que a buen seguro le compensaría el mal trago vivido en Barcelona. Alguna vez había tenido la tentación de ir a verlo a su pequeña oficina de transportista de Latina donde lo había conocido. Quizá había cerrado el negocio y ya se había jubilado. Pero seguramente visitarlo no fuese una buena idea y el propio pontífice se la había quitado de la cabeza. «A este hombre no le conviene seguir removiendo este asunto; lo que necesita es paz, salud y buenos alimentos, y olvidarse de todo eso», le había dicho, y tenía más razón que un santo.

—Habéis puesto agua bendita, ¿verdad?
—Sí. Como cada mañana, hemos levantado la losa y hemos vertido el agua en los recipientes que rodean la caja —respondió el otro monje. Y mientras señalaba unas botellas casi vacías, añadió—: Habría que traer más; las que tenemos aquí se están agotando.

—De acuerdo, hoy mismo me ocupo de ello y mañana por la mañana les digo a los hermanos que traigan agua nueva. Aparte de eso, ¿alguna señal procedente de la caja? ¿No habéis notado nada extraño en vuestro interior? Ya sé que soy un pesado, pero debemos ser muy conscientes de lo que tenemos ante nosotros y avisar de inmediato de cualquier circunstancia, aunque se trate de una falsa alarma. Es mejor equivocarnos por exceso de celo que arrepentirnos después.

—Nada de nada. Como siempre. De hecho, nunca he escuchado ninguna voz ni ninguna llamada, ni tampoco he notado nada. ¡Es más, debido a la tela negra que cubre la caja, yo ni siquiera la he visto nunca! Si no fuese porque nos lo explicaste y juramos fidelidad a la hermandad ante el papa, pensaríamos que nada de esto tiene el menor sentido.

Los tres se echaron a reír. Reclutar a seis monjes para la Hermandad del Ángel Caído no había resultado difícil. Los eligieron el abad y él, y enseguida los seis accedieron a unirse. Bernat no sabía hasta qué punto habían aceptado por obediencia o por curiosidad, pero lo cierto es que no tenía ninguna queja. Dos veces al día hacían aquel ritual, cada día del año. No se les pedía nada más, salvo mantener el más estricto secreto sobre la organización y su cometido.

—Créeme, es lo mejor que te puede pasar. Cuanto menos contacto tengas, mejor para ti y para todos. Si
ya habéis acabado, regresemos juntos al monasterio.

Salieron por donde habían entrado, cerrando bien todas las puertas y activando las alarmas. Ya en el exterior, empezaron a caminar juntos hacia la abadía. No habían dado ni cincuenta pasos cuando Bernat notó que el móvil le avisaba con una pequeña vibración de que había recibido un mensaje. Tenía las notificaciones
desactivadas para la mayoría de los mensajes, excepto si los emisores eran el papa, el abad, cualquier miembro montserratino de la hermandad o Berta. Se detuvo y sacó el dispositivo del bolsillo deseando que no fuera el preludio de ninguna mala noticia, mientras sus dos compañeros aflojaban el paso sin llegar a detenerse.

«Hola Bernat! Todo bien? Podríamos vernos hoy o mañana? Quiero consultarte una cosa un poco urgente». 

Era un mensaje de Berta. Como tenía por costumbre, terminaba el mensaje añadiendo un par de emoticonos con una cara redonda y amarilla enviando unos besitos en forma de corazón. Consultó rápidamente su agenda en el móvil y regresó a la aplicación de mensajería.

«Buenos días, Berta. Por supuesto. ¿Mañana al mediodía te va bien?». 

Bernat nunca utilizaba emoticonos y escribía siempre con una ortografía impecable, poniendo rigurosamente todos los signos de puntuación. Sin esperar respuesta, guardó el móvil en el bolsillo y reanudó el camino con paso rápido para atrapar a los dos monjes. Hacía ya unas semanas que Berta y él no se veían. El verano era una pausa que siempre espaciaba sus encuentros. Se preguntaba qué sería eso que quería consultarle y que requería cierta urgencia. Seguro que no se trataba de nada importante. La aventura más extraordinaria de sus vidas había forjado una gran amistad entre ellos y se habían prometido verse a menudo, por lo que cualquier excusa era buena para encontrarse.