Detrás del semblante estoico del actual rey Felipe VI, se esconde una infancia marcada por una inesperada inclinación artística que rompía con los cánones masculinos impuestos dentro de la familia real española. Una reveladora biografía del periodista José Apezarena, titulada Los hombres de Felipe VI, ha sacado a la luz una faceta completamente desconocida del entonces príncipe de Asturias: su amor por la danza clásica, el claqué y el teatro. El pequeño Felipe no solo bailaba con entusiasmo en los pasillos del colegio ni se limitaba a los papeles asignados; se maquillaba, usaba mallas y subía con seguridad a los escenarios que improvisaba en el Palacio de la Zarzuela.
Pero esa sensibilidad escénica no fue bien recibida por todos. El rey emérito Juan Carlos I, símbolo de la virilidad y la caza, no tardó en mofarse cruelmente de su hijo. Testigos cercanos al entorno familiar aseguran que se refería a él, con tono despectivo, como “el bailarín”, un apodo que cargaba más desprecio que ternura. Las risas sarcásticas del monarca eran como cuchillas: afiladas, hirientes y públicas, incluso dentro de los pasillos del palacio.
Juan Carlos I despreciaba las expresiones artísticas de su hijo, considerándolas poco masculinas
La visión que tenía Juan Carlos I sobre la masculinidad no dejaba espacio para el arte escénico ni las emociones expuestas. Su ideal de heredero pasaba por la práctica del deporte de élite, las armas, el remo y la caza. Que su hijo se atreviera a calzarse unos zapatos de claqué y lanzarse a una coreografía era, para él, una verdadera afrenta al “molde borbónico”. El monarca no lo entendía ni lo toleraba. Y lo dejó claro con cada burla, con cada carcajada lanzada al viento mientras su hijo intentaba encajar en un entorno donde su talento no tenía cabida.

Pero el joven Felipe no estaba solo. En la otra esquina del cuadrilátero emocional, la reina Sofía era su gran aliada. Fue ella quien sembró en él el amor por la música, la danza y el teatro. Le animaba, le acompañaba a los ensayos y celebraba cada uno de sus logros con entusiasmo genuino. A los once años, Felipe se subió al escenario para interpretar al comendador de Peribáñez y el Comendador de Ocaña. Usó como bastón uno de su padre, sin saber que aquel gesto inocente se transformaría en símbolo de rebeldía silenciosa. Pero, a diferencia de su marido, Sofía nunca vio debilidad en la expresión artística, sino una sensibilidad digna de un líder. Incluso se dice que visitaba con frecuencia los campamentos donde su hijo se entrenaba, ya fuera en montaña o en los escenarios improvisados de sus veranos.
La ruptura emocional entre padre e hijo: un vínculo quebrado por el desprecio
Hoy, más de cuatro décadas después, los ecos de esas burlas reales aún resuenan en la figura del actual monarca. Aunque Felipe VI ha sabido construir una imagen de estadista impecable, preparado y diplomático, su relación con Juan Carlos I sigue marcada por una distancia casi gélida. A las humillaciones del pasado se sumaron los escándalos del presente: las infidelidades del emérito, sus problemas judiciales y su exilio forzoso no han hecho más que reforzar la brecha entre ambos.
Por su parte, Felipe VI, el monarca que se forjó entre las risas crueles y el aplauso materno, supo encontrar en su sensibilidad artística la semilla de su actual capacidad oratoria, de su templanza y de su empatía.